sábado, 19 de mayo de 2018

ANEXO A LA TERCERA HIPÓTESIS.

(En donde se pretenderá demostrar que en estos menesteres de engordar y adelgazar, el concepto de “LAS CALORÍAS” no es válido)

En el año 1712 cobra un gran impulso una nueva rama de La Física: La termodinámica. Es en ese año en que un inglés (Thomas Newcomen) inventa un aparato en donde el vapor de agua producido en una caldera (que no era más que el alambique de cobre de una cervecería) movía un émbolo que por artilugios mecánicos accionaba una bomba de achique que le permitía retirar el agua de las minas de carbón de su país. Ese tan simple mecanismo, con bajísimo rendimiento con respecto a la energía que se necesitaba para hacerle funcionar, fue nada menos que el que dio fundamentos a la revolución industrial que modificó radicalmente el devenir de nuestra existencia; y a esa rama de la física que cambió para siempre parte del modo de razonar de los humanos: a partir de 1712 el hombre comenzó a pensar termodinámicamente (el calor -termo- puede transformarse en fuerza, potencia -dinámica-).
A fines de ese mismo siglo, varias décadas después, un notable físico francés, Lavoisier, se empeña en una titánica tarea. Él, el descubridor del oxígeno y del nitrógeno como componentes del aire que respiramos; el que acuñó aquel famoso aforismo: “Nada se pierde, todo se transforma”, decide, pensando como era la corriente de su época (y en muchas de las venideras), termodinámicamente, investigar al ser humano como a una máquina que funciona gracias al calor.
Presuponía correctamente que los animales de sangre caliente necesitábamos “combustible” para producir ese calor que nos caracteriza. Utilizando métodos altamente sofisticados para la época en que realizaba sus investigaciones, y basándose en la denominación de kilocaloría (en la actualidad denominada, por la costumbre, simplemente caloría, por lo que seguiremos llamándola así) a la cantidad de calor necesaria para elevar en un grado centígrado la temperatura de un centímetro cúbico  de agua destilada (de 15º a 16º), descubrió que el calor producido por la incineración de un gramo de grasa producía, redondeando los números, nueve calorías; uno de proteínas, cuatro; como cuatro, de la misma manera, uno de carbohidratos, y siete uno de alcohol. También, con métodos sumamente refinados estableció qué cantidad de calor producía por hora un ser humano, de acuerdo a la actividad que realizase, por ejemplo un oficinista con actividad sedentaria el resto del día no laboral era capaz de generar 1800 calorías durante una jornada; y 6000 un hachero en un día normal de trabajo, descanso y esparcimiento…, y diferentes cantidades que midió en un sinfín de diversas actividades.
No sé qué le llevó a todas estas arduas y costosas investigaciones, pero era un sabio nato y se le comprende -la curiosidad es el mayor patrimonio de toda persona inteligente- (obviamente publicó todo lo descubierto).
Casi un siglo después, en 1886, dos médicos ingleses advierten que en Londres hay más personas gordas que las que el sentido común permitía. Hacen un censo de ellas, y descubren, con asombro, que son más de 1800. El asombro era de esperar, ellos crecieron en una sociedad en donde la gordura era signo de opulencia económica. Eran los adinerados: reyes, ministros, armadores de barcos, grandes comerciantes, banqueros… (no más de tres o cuatro centenas de personas) las que podían consumir alimentos carísimos para la época,  como las harinas refinadas, el azúcar para ser usada como alimento cotidiano, la miel… Eran los que podían “costearse la gordura”. Pero ahora el pueblo, la gente “común y corriente”, la que “no debía”, estaba engordando. ¿Qué cosa estaba ocurriendo?. Pobres, no entendían nada.

NOTA QUE VIENE AL CASO:
Fue alrededor de esa época en que se inventaron los molinos de metal que podían moler los granos de trigo en la forma idéntica a la harina que usamos hoy, y la maquinaria que podía extraer diez veces más de azúcar por kilo de caña dulce, de la que también se multiplicaron los cultivos, eso hizo que los precios de harina y azúcar descendieran tanto como para que toda la población pudiera utilizarlos.
 
Ése fue el momento, creo, en que la medicina le hecha mano a los gordos. Los observaron y “descubrieron” que en ellos había un factor común: todos comían mucho. Y como ellos también pensaban con razonamientos termodinámicos, fueron a revisar los trabajos del antiguo y sabio maestro Lavoisier.
—Claro—, deben haber razonado, —como consumen más calorías que las que pueden gastar en su actividad cotidiana, las acumulan en forma de grasa. Ergo: la grasa que el gordo tiene en exceso no es más que calorías no utilizadas que guarda en esos depósitos.
No habían advertido que el hombre no funciona por el calor, sino que tan solo produce calor cuando funciona.
Pero se les disculpa. Era “su” modo de razonar, no tenían en esas épocas otra cosa de donde tomarse para hacerlo de forma diferente.
Lo que no entiendo es por qué aún se sigue usando el pensamiento termodinámico cuando sabemos desde hace décadas que todos los animales (aún los de sangre fría) somos “máquinas” quimiodinámicas: no vivimos combustionando calorías, sino metabolizando carbohidratos. Pero no es cierto que no lo entienda, sí lo comprendo: el seguir sosteniendo tenaz y porfiadamente la teoría de las calorías no es tan solo una manera cómoda de razonar... También es la médula de un formidable negocio, del que ya hemos de hablar más adelante. Recuerde:
“Los seres humanos no funcionamos gracias al calor, sino que producimos calor cuando funcionamos”.

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