sábado, 19 de mayo de 2018

Décima Hipótesis: LA GORDURA EN LA ADOLESCENCIA.

(Los niños padecen un conflicto: creen que la niñez dura para siempre.
Los adolescentes padecen un conflicto: creen que la adolescencia dura para siempre.
Los adultos padecemos un gravísimo conflicto: creemos que siempre fuimos adultos)


He notado que para muchos de mis colegas la palabra gordo es poco elegante, y si vamos al origen etimológico de ella, tienen razón.
Ese ha de ser otro de los motivos por el que casi invariablemente utilizan como su sinónimo obeso, que como ya hemos visto tiene una historia gramatical para nada peyorativa.
Ocurre con estos términos exactamente lo mismo que con las palabras viejo y anciano. Es más elegante anotar en un tratado, en cualquier publicación que hable de la gente mayor, el vocablo anciano pero, curiosamente, viejo, que es palabra más basta, tiene en el fondo un sentimiento de cariño, de amor, de intimidad. Así nos referimos a nuestros padres (aunque sean muy jóvenes). Así llamamos afectuosamente a nuestros abuelos. Usan esa palabra, o algún diminutivo, para llamarse con amor entre sí los esposos o los amigos, sin importar las edades.
Pero el adjetivo “anciano”, a pesar de ser más elegante y refinado, de tener un aparente significado de gran respeto, a sus destinatarios les suena extremadamente hiriente. Pregúntesele a cualquiera de ellos cómo les cae el que se los denomine así y se verá que tengo razón (muchas veces anciano es utilizado también como el superlativo de viejo).
Igualmente, la palabra gordo es más coloquial y también está por todo el mundo asociada al trato afectuoso. Es muy usual que amigos, parientes, novios o esposos se nombren así unos a otros aunque el cuerpo de ninguno ni siquiera muestre la menor apariencia de gordura. Es decididamente una palabra de uso íntimo, igual que “viejo.
Obeso, igual que anciano, tiene una connotación altamente ofensiva.

Para la ciencia y por ende para la cultura popular, ya lo hemos visto, obesidad generalmente es el superlativo de gordura, por lo que si en estos tiempos es malo estar gordo “ser” obeso es peor.
Cuántas veces he escuchado en mis consultas comentarios como éste:
—¡Qué voy a estar gordo!.. ¡¡¡Soy OBESO!!!
Realmente me disgusta mucho esa especie de autoflagelación, pero los entiendo. Se sienten tan culpables de haber llegado a estar gordos que declararse, denominarse —¡¡¡OBESO!!!— es una especie de autocastigo por el “error cometido”.
Es por eso que de la boca de mis pacientes añosos (recuerde que soy Geriatra) jamás, ahora que lo pienso, he escuchado:
—¡Qué voy a estar viejo!.. ¡¡¡Soy ANCIANO!!!
Claro, simple, comprensible: no sienten ninguna culpa por haber vivido mucho. Por eso es más ofensivo para ellos “anciano” que para los muy gordos “obeso”. Los gordos a quienes se los llama así han de pensar, resignadamente: —¡Me lo merezco!

Por todo lo que ha leído desde el Prólogo hasta aquí, creo que si tiene usted algún sentimiento de culpa por su gordura, éste ha de estar diluyéndose. Cuando llegue al fin del libro, tengo fe, estoy seguro, habrá desaparecido.
Es lo que anhelo.


Así como le contaba en la hipótesis anterior que estoy en contra de adjetivar a los niños gordos, aún a los extremadamente gordos, como “obesos” –espero haberlo convencido de por qué tengo razón de oponerme al uso de ese término–, me ocurre lo mismo con los adolescentes que tienen ese problema, pero esta vez no estoy radicalmente en contra. El adolescente tiene ya mejor estructurada su psiquis como para utilizar algún mecanismo de defensa (la gordura, por ejemplo), con algo más de efectividad que los niños.
Aparte, los adolescentes, especialmente los que están en la segunda mitad de esa maravillosa etapa de la vida, tienen legítima capacidad de decisión para muchas cosas: comer lo que quieran, podría ser una, sin necesidad de que nadie les ofrezca o sin siquiera pensar que algún mayor podría prohibírselo. Cuando uno tiene esas edades ya ha ganado mucha libertad. Sigue siendo un subordinado en muchos aspectos, pero ya se siente auténticamente libre para un sinnúmero de otros. Comer lo que se le antoje es uno de ellos, como hemos visto.

Para casi todos, la palabra “adolescente” es un derivado de adolecer. Pero eso no es más que el resultado de una trampa del idioma.
Adoleciente y adolescente son parónimos, pero tan solo de forma y sonido, no tienen nada que ver desde el punto de vista etimológico.

Adoleciente es el que sufre una dolencia, palabra que, lógicamente, deriva de doler, que proviene del latín ‘dolére’.

Adolescente es quien transcurre la adolescencia. Literalmente: etapa de la vida que sucede a la niñez y termina cuando el cuerpo llega al fin de su desarrollo.
La palabra aparece por primera vez a principios de la Edad Moderna, y fue tomada del latín ‘adolescens’ : hombre joven, que está creciendo, participio activo de ‘adolescére’: crecer.

Pero es cierto que los adolescentes adolecen de muchas cosas: crisis de identidad; falta de experiencia de vida; desorden en la fijación de los límites que les impiden vivir en forma totalmente satisfactoria su gregariedad; inmadurez psíquica... Y de muchas cosas más, que les duelen pero que se irán resolviendo con el tiempo, con el transcurrir de los años. Aquel chascarrillo: “La juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo” siempre me ha parecido de lo más ingenioso. Todos la hemos padecido , y todos nos lamentamos de habernos curado.
A pesar de todo, adolescente no es más que un parónimo de adoleciente.

Es, casualmente, su forzosa inmadurez psíquica la que impide tipificarlos de obesos, aún estando muy gordos. A pesar de que su ya interesante desarrollo psicológico les permita utilizar su gordura, aunque tibiamente, como un endeble mecanismo de defensa.
Propongo que, en el último de los casos, los llamemos preobesos (simplemente porque son preadultos).


Los adolescentes pueden estar gordos desde su infancia o haber adquirido su gordura en el transcurso de la adolescencia.
Si llegan al comienzo de ella delgados, habiendo transcurrido toda su infancia o mucho tiempo de la última parte de su niñez en esa condición, y es en esa segunda etapa de la vida cuando comienzan a engordar, tenemos que actuar rápidamente ni bien notemos los primeros cambios, en ese sentido, de su estructura corporal.
Por definición, si estuvieron delgados hasta hace poco tiempo, su nueva gordura se debe, por lo menos eso ocurre en la mayoría de ellos, a los cambios en su actividad física, en sus hábitos alimentarios, o en ambos. Por lo tanto no son más que gordos accidentales. Y ellos, los gordos accidentales son, siempre,  100 % recuperables con solo reeducación alimentaria.
El comenzar los estudios secundarios, que ahora les insumirán mucho más tiempo que el que les demandaba el colegio primario, quizá los obligue a abandonar los deportes o a disminuir en forma muy importante el tiempo que dedicaban a su práctica. El menor consumo de energía de este cambio tan brusco de actividades muy pocas veces se acompaña de una disminución acorde de la ingesta de alimentos energéticos (carbohidratos). En general siguen manteniendo la misma cuota diaria que antes, por eso ahora, ya lo conversamos, si tienen mayor tendencia a acumular reservas (cosa que le recalco, es fisiológica y normal) comenzarán a aumentar el grosor de su tejido graso.
El forzoso cambio de su cotidiano estilo de alimentación: alteración de los acostumbrados ritmos de comidas con una obligada modificación en la calidad de ellos, debido a los cambios de horarios o a la necesidad de comer ahora, por ejemplo, todos los mediodías fuera de casa, son una frecuente causa del desbalance. Si llegaron hasta aquí siendo delgados es porque, obviamente, su consumo de nutrientes estaba bien balanceado. Y cada vez que se cambia la combinación de los alimentos cotidianos la tendencia hace que se inclinen hacia los que contienen una mayor cantidad de hidratos de carbono: porque son más baratos, se ingieren sin la necesidad de sentarse a una mesa y en cualquier momento, y son, todos lo sabemos, muy apetitosos, y muchísimo más fáciles de conseguir en cualquier lugar.

Creo que éste es el momento de aclarar una confusión universal: comer no es lo mismo que alimentarse. Comer es ingerir cualquier cosa que nos permita sentirnos saciados; aquí, es muy importante aclararlo, no importa si la necesidad surge del hambre o del apetito. Alimentarse es incorporar los elementos químicos, plásticos y energéticos que necesitamos para vivir en salud (esta necesidad solo se manifiesta con la sensación de hambre. Aunque, debo reconocerlo, a veces es muy difícil discernir si lo que sentimos es hambre o tan solo apetito).

Otro factor a tener en cuenta en estos casos es muy importante: los chicos entran en la adolescencia al mismo tiempo que lo hacen, con decisiones propias, en el mercado de consumo.
Cuando niños, dependen de las decisiones de los encargados de su crianza para obtener el permiso de consumir servicios, elementos de uso, vestimenta y alimentos.
Ahora, ya más liberados, han adquirido la facultad de decidir por sus propios medios la posibilidad de obtener casi cualquiera de esos elementos, y es en el rubro alimentación en donde esa facultad puede desarrollarse más plenamente.
Los usos y tendencias en esa rama del mercado se ven muy influenciados en los jóvenes (muchísimo más que en los  adultos) por los mensajes publicitarios muy inteligentemente planificados que los tienen como los destinatarios principales de su consumo.
Los refrescos con grandes cantidades de azúcar, las comidas rápidas y la inmensa cantidad de golosinas que vemos publicitadas por todos los medios (fundamentalmente en la televisión o en Internet, a la que la mayoría de ellos son adictos) les va creando la idea de que el consumo de todas esas cosas es una actitud progresista, por lo que se sienten casi obligados a consumirlas. Y como realmente todas son muy agradables al paladar, se aficionan a ellas rápida y persistentemente.

El último de los factores, seguramente el más trágico, es el que la vida los obligue a enfrentarse a circunstancias altamente traumatizantes.
Muchas veces sus destinos les ponen por delante, en una época en donde la lógica dice que todo ha de ser dicha y felicidad, situaciones extremadamente dolorosas, todos conflictos del segundo tipo que los obligan, a pesar de su aún no madura psiquis, a “embrollarse” en un conflicto que las eclipse.
Es en estos desgraciados momentos cuando se vuelcan al alcohol, o a la droga, a la “anorexia”, a la emetomanía (más adelante le explicaré a qué me refiero con este término, y por qué encomillé la palabra anorexia)... O a la gordura.
Es en estos extremos cuando precisan una ayuda altamente especializada. Ya no estamos hablando de “una urgencia”, ahora estamos ante una urgencia mayor, una emergencia.
Desgraciadamente, el entorno, que ha sido el promotor (activa o pasivamente) de semejantes dramas, generalmente no está en las mejores condiciones de prestar esa ayuda, ni siquiera la de aconsejarles  acudir a alguien especializado que pueda ayudarlos.
Perdóneseme la crudeza, pero en mucho de estos casos la única opción que queda es rezar por ellos.

Si están gordos desde su infancia “tenemos que redoblar los esfuerzos”, decíamos en la novena Hipótesis, porque han entrado en la segunda etapa de su existencia sin el entrenamiento necesario como para resolver conflictos forzosamente cada vez más importantes.
La gordura es para ellos un conflicto de gran trascendencia, entonces se encuentran literalmente inermes para atacarlo o para defenderse de él sin el entrenamiento previo.
Tenemos que ayudarlos a que lo resuelvan. Pero nuestra ayuda deberá ser inteligente, pensada, planificada.
No es cuestión, simplemente, de llevarlos (o aconsejarlos que consulten) a un médico especializado en estos trastornos.
La colaboración debe ser total (y aquí también cuando digo total, debe leerse total).
Siempre les comento a mis pacientes que si en una familia hay un solo componente que está gordo, la familia está gorda. Todos sus integrantes deben trabajar para resolver lo que en una familia bien constituida ha de ser un problema en común.
Están todos obligados a colaborar para resolver el problema de un miembro de ella (esta actitud debiera extenderse a todos los conflictos, no solamente al de la gordura).
Esto permitirá que una “familia gorda” se transforme en una “familia delgada”, con lo que se lograría un conflicto menos (y en estas épocas, un conflicto menos no es poca cosa).
Muchísimas veces, existen conflictos comunes a toda la familia, y el adolescente gordo no es más que el emergente del grupo; su conflicto eclipsante significa uno tan importante que sirve para diluir los otros, comunes a todos los componentes de ella, y es muy frecuente que no sea él el único, que haya  más de uno con su mismo problema.
El abordaje, en estos casos, es prácticamente imposible. No existe estrategia a poner en práctica, por lo menos en cientos de casos no he encontrado ninguna, y le aseguro, estimado lector, que he ensayado todas las que pude imaginar (que, seguramente, no han de ser más que una pequeña parte de todas las que pudieran ser imaginadas).

Como ya conversamos, en los adolescentes gordos que lo están desde su niñez el tiempo urge. La urgencia se debe a que es en la adolescencia cuando el tiempo pasa más rápido; cuando la adultez está al alcance de la mano. Tengamos presente que muchos de ellos deben “hacerse adultos”, por desgraciadas circunstancias, mucho antes de lo que el tiempo cronológico marca... Y uno nunca sabe...
Debemos, por todos los medios, tratar que vivan la mayor parte de ella sin su “conflicto eclipsante”. Tenemos que lograr que se enfrenten a la mayor cantidad posible de “conflictos de entrenamiento” necesarios –pero nunca suficientes– como para que puedan luego resolver con felicidad los más importantes que han de sobrevenir en su futura larga, y siempre complicada, vida de adultos.

Más atrás le aconsejaba: “Nunca le digas a un gordo que lo está, él ya lo sabe”, pero esta no debe ser una actitud absoluta.
La gordura, las más de las veces, se va desarrollando tan lentamente que su portador no nota los cambios.
Es como el crecimiento. Es tan paulatino que uno no se da cuenta de que está creciendo. Es por eso que cuando nos visitaba una tía a la que hacía ocho meses que no veíamos y mostraba su asombro por nuestro cambio con un —¡Qué alto estás!— esta opinión nos desconcertaba: —Si estoy tan alto como ayer… y ayer lo estaba como antes de ayer… ¡Esta tía está loca!
No nos habíamos dado cuenta, pero en esos ocho meses habíamos crecido tanto como para que nuestra tía lo notara.
Nadie se levanta a la mañana y advierte que está más gordo que anoche. Engordar es un proceso lento, y por lento: imperceptible.
Así como todos “crecemos sin darnos cuenta”, la mayoría de las veces se engorda sin percibirlo. Por eso creo que es lícito y de buen sentido que los padres, o la gente más emocionalmente allegada, en una charla seria, reposada, tranquila, pacífica, en un momento de paz, adecuado al coloquio y a la reflexión, deben, dulcemente, sin ningún tipo de apasionamiento, advertir al joven gordo sobre su condición.
Pueden ocurrir muchas cosas en una conversación de ese tipo, desde que surja que en él existen importantes conflictos ocultos, hasta, simplemente, una cuestión de lo más simple: que ha engordado porque le encanta consumir cosas que engordan (¿Y a quién no?), y siempre se lo han permitido. Mas luego de esa apacible y esclarecedora charla, en donde quizá afloraron conflictos de los que uno ni siquiera tenía sospechas, no debe tocarse el tema por mucho tiempo (vuelvo aquí a hablar de meses, de muchos meses).
Creo que no sería mala idea recomendarle que lea todo lo escrito en este trabajo. Yo, personalmente, le aconsejaría comenzar con la sexta Hipótesis, quizá eso le despierte curiosidad por enterarse del resto. Y si lo hace, si lo lee de prólogo a epílogo, descubrirá que “adelgazar”, desde el estricto punto de vista nutricional, no tiene nada que ver con las hambrunas de las que ha escuchado (o que, quizá, alguna vez haya sufrido); de los retrocesos y frustraciones que ha observado en si mismo, o entre sus amigos y conocidos gordos que han intentado alguna vez “morirse de hambre” con dietas fuertemente carenciadas, o peor: se transformaron en “otras personas” por el consumo de anfetaminas que les recetaron los pseudohomeópatas, o algún que otro alópata, a los que consultaron con la esperanza de “curar su enfermedad”.

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