sábado, 19 de mayo de 2018

Decimocuarta Hipótesis: LA SILUETA FEMENINA.

(En donde entenderá que el cambio en su estructura corporal no siempre se debe a los “imperdonables pecados” de la mala comida, sino a los imponderables diseños genéticos, al implacable paso del tiempo... Y a las cosas que nos suceden en la vida)

Todas las encuestas que se han publicado más o menos dicen lo mismo: más del 80% de las personas que consultan a un médico para adelgazar pertenecen al sexo femenino.
Y eso no es porque ochenta de cada cien gordos sean mujeres, sino porque ese porcentaje suma a  todos los gordos que están, parecen o creen estarlo.

Porque ha de saber que todas las personas que nos consultan pueden ser divididas en tres grupos:

1– Las que realmente están gordas.

2– Las que parecen estarlo.

3– Las que creen que lo están sin que ni siquiera lo aparenten.

Las primeras son un desafío.
Las segundas, un problema.
Las terceras un drama.

Si hiciésemos una estadística con un gran número de casos, los resultados serían más o menos así:

PRIMER GRUPO (Personas realmente gordas):
50% mujeres, 50% varones.
SEGUNDO GRUPO (Parecen gordas pero no lo están):
95% mujeres, 5% varones.
TERCER GRUPO (Creen que están gordas sin siquiera aparentarlo):
99.9% mujeres, 0,1% varones.

Con respecto al primer grupo no creo necesario hacer ningún comentario.
El conflicto es con los del segundo y tercero

A mediados de 1992 me consultó una maestra de cuarenta y ocho años y madre de tres adolescentes.
Por supuesto venía “a adelgazar”, pero mi ya suficientemente afinado ojo clínico me decía que no estaba gorda en lo absoluto, cosa que le manifesté esperando una encarnizada defensa de su ”estado de gordura”. Pero la defensa no ocurrió.
Se quedó mirándome insegura de su apreciación, y pasó a contarme la anécdota que despertó su “necesidad de adelgazar”.
El sábado anterior toda la familia se aprestaba para concurrir a una fiesta de casamiento. A la hora del baño su hija lo hacía primero. Cuando terminó de ducharse se dio cuenta de que no había llevado su toallón, por lo que se lo pidió a mamá. Mi nueva paciente retiró uno del placar, y al alcanzárselo vio, como no lo hacía desde hacía muchos años, a su hija de veintiún años desnuda de cuerpo entero.
—¡Qué grande está, y qué hermoso cuerpo tiene!— me dijo que pensó en ese momento.
Como el turno de ella era inminente, se encerró en su habitación, se desnudó, y al verse en el espejo no pudo más que comparar su cuerpo con la perfecta figura de su joven hija que había visto recién.
—¡Qué gorda estoy...Tengo que hacer algo por mi figura!— fue su primera reacción.

Cualquiera hubiese pensado que tenía razón. Ella también, a los veintiún años, lucía un cuerpo como el de su hija.
Pero ahora, a pesar de estar correctamente alimentada, según surgió luego de las preguntas de rigor, de hacer gimnasia y practicar tenis casi a diario, sus medidas perimétricas habían aumentado en “forma alarmante”, y la turgencia y lisura de la superficie corporal de su juventud, se habían transformado en una imagen para ella desoladora en donde la “celulitis” y las flaccideces aparecían por todos lados.

Innumerable cantidad de veces la consulta femenina es por motivos semejantes al que acabo de relatarle.
Todas creen que el engrosamiento corporal que les ocurre con el paso de los años no es más que el producto de una vil relajación en las pautas alimentarias. Pero eso no es lo grave: lo peor es que todos los médicos a quienes escuchan o leen, no hacen más que echarles en cara la culpa de “haberse permitido llegar a ese estado”, y les prometen que sin importar que edad tengan ni cuál sea la combinación genética que les ha dado origen, ni cuántos hijos hayan traído al mundo, si siguen los consejos de cada publicidad o las indicaciones que dan tan “prestigiosos especialistas” en las revistas femeninas, en los programas televisivos dedicados a ellas o en la consulta privada, podrán volver a tener el cuerpo de una adolescente modelo de tapa (o tenerlo por primera vez, si nunca gozaron de un cuerpo así).

Pero todos: mujeres, médicos, empresarios farmacéuticos, publicistas y editores "se olvidan" de un 'pequeño detalle': LA GRASA SEXUAL FEMENINA.

Perdonémosle el olvido. Es más, supongamos que muchos de ellos ni siquiera tienen idea del tema, y pasemos a explicárselo, pero con una condición: después de que lo sepan, por favor ya no lo hagan más.

Los varones y las mujeres nos diferenciamos en muchas cosas.
Las cosas que nos hacen diferentes se denominan caracteres sexuales, de los que hay dos grupos: los primarios y los secundarios.
Los caracteres sexuales primarios son los genitales, por supuesto.
Los caracteres sexuales secundarios son los que hacen que una mujer tenga aspecto de mujer, y un varón de varón, a pesar de que tengan ocultos sus genitales.
La voz grave del hombre versus la más aguda de la mujer, por ejemplo. La barba de nosotros a diferencia de la tersa y lampiña cara femenina; nuestra “nuez de Adán”; el “collar de Venus” (esa arruga que circunda la base del cuello de todas las mujeres); el tamaño de las glándulas mamarias y la distinta distribución del bello corporal, son las diferencias más notorias al saber de todos.
Lo curioso es que nadie habla ni escribe sobre el carácter sexual secundario más interesante y atractivo que diferencia a ellas de nosotros: LA GRASA SEXUAL FEMENINA.

Todos los humanos normales estamos rodeados por una capa de grasa que está alojada en la parte más profunda de la piel de casi toda la superficie corporal (y también poseemos una buena cantidad de ella en nuestro interior).
Ese tejido adiposo normal tiene una rara particularidad: ES HORMONODEPENDIENTE. Depende de las hormonas sexuales (por eso la denominación de GRASA SEXUAL...), pero no de las masculinas, sino de las femeninas (de allí lo de ...SEXUAL FEMENINA).
Si paramos a una niña de, digamos, nueve años al lado de un varoncito de la misma edad, ambos sin ropas, de espaldas y con el cabello cortado igual, nadie podrá asegurar quién es ella ni quién es él.
Si hacemos lo mismo con dos adolescentes de diecisiete o dieciocho años, observaremos que las diferencias son tan notables que cualquiera dirá, con un ciento por ciento de seguridad, cuál es cuál.
Es la "grasa sexual femenina"* la responsable de la diferencia tan notoria en los aspectos físicos de damas y caballeros.



*La grasa sexual tiene una superficie muy irregular. Para nada es como la de un vidrio, en realidad se asemeja mucho más a la de una esponja. La piel que la recubre no tiene más remedio que copiar las irregularidades de su superficie. De allí la tan famosa, criticada y UNIVERSAL "piel de naranja" que TODAS las mujeres normales mayores de quince o dieciséis años comienzan a mostrar (es un modo de decir, en realidad "ocultan"). Pingüe negocio para los cosmetólogos que se afanan inventando cremas y técnicas para lograr que se deshagan de esa "anomalía", a la que, comúnmente, se maldenomina celulitis.
A los varones no nos interesa, juro que no nos fijamos en esos detalles, nos parecen normales. Es solamente a sus portadoras a quienes molesta, y uno las entiende: están acostumbradas a ver en televisión y revistas a modelos que lucen muslos y nalgas con una lisura perfecta, y ellas han de pensar que si las modelos tienen cuerpos tan tersos, cualquiera pudiese tenerlo igual. Lo que no advierten es que la inmensa mayoría de las chicas de las pasarelas que se muestran de esa manera son nada más que adolescentes muy jóvenes maquilladas tan hábilmente que muestran el aspecto de muchachas de alrededor de veinticinco años. Muchas de ellas ni siquiera han comenzado a menstruar, y otras tantas hace no más de uno o dos años que lo han hecho, por lo que no han tenido tiempo aún de elaborar la suficiente cantidad de hormonas femeninas como para que su capa de grasa sexual se engrose de tal forma que su superficie sea irregular. Otras, por un error genético, o por herencia, han nacido sin la capacidad de desarrollar esa importante capa.
En casi cuatro décadas de observar y conversar con mujeres, jamás me he enterado de nadie que conozca a alguien que sepa de alguna que tenía "celulitis" y "se curó". ¿Conoce usted a alguna mujer tan afortunada?


 

Es esa grasa sexual la responsable de que las mujeres luzcan nalgas redondeadas, a diferencia de las más musculosas y menos suculentas de los varones. Es ella la causa de que las damas tengan eternamente frías las superficies de nalgas y muslos (su pareja le confirmará que tengo razón). Ocurre que la grasa sexual tiene el mismo poder aislante de la temperatura que el corcho (en realidad la "grasa de reserva" posee casi la misma característica), por lo que el calor de los músculos glúteos y el de los que conforman la anatomía de los muslos no llega en su totalidad a la piel de la zona, porque hay en medio una muy eficaz capa aislante.
Y es la responsable de que a cierta edad las mujeres luzcan el famoso "cuerpo de señora". Porque ha de saber que en realidad sí hay un cuerpo de señora. Cuando pensamos en una señora, no pensamos en una veinteañera recién desposada, sino en la imagen de una mujer que promedia su quinta década de vida (sus cuarenta y tantos años) y que es madre de tres o cuatro hijos. Ella ya ha menstruado unas trescientas cincuenta veces, y ha estado embarazada algo más de dos años, sumando los períodos de todas sus gestaciones.
Todo eso significa que por su cuerpo ha pasado una enorme cantidad de hormonas sexuales. Y que al influjo de esa casi industrial cantidad de estrógenos y progesterona, la capa de grasa que a los nueve años (cuando sus ovarios prácticamente no funcionaban) tenía en sus nalgas un grosor de algunos pocos milímetros, y otros tantos en sus muslos –igual que el varoncito que hubiésemos puesto a su lado–, mida ahora, luego de semejante cantidad de hormonas elaboradas durante más  de treinta años de actividad ovárica y decenas de meses de actividad placentaria (sin contar los anticonceptivos que pudiese haber consumido, o las hormonas sexuales que como terapéutica le pudiese haber prescripto su ginecólogo) alrededor de cuatro a seis centímetros en su región glútea, tres o cuatro  de espesor en sus muslos, dos en la espalda, uno y medio en sus brazos y mamas, y de seis a diez en su vientre.
Y todo, digámoslo otra vez, es normal y fisiológico. No es el resultado del pecado de gula, sino el de ser una hembra humana que ha estado preparada todos los meses para concebir, y que gracias a esa preparación ha podido dar vida a uno, dos,  tres, o más, nuevos seres humanos, lo que no es poca cosa.

Cuando le cuento esto a mis pacientes, todas protestan: —¡Tener que menstruar todos los meses, engendrar y parir en varias oportunidades, y encima  soportar a la antiestética grasa sexual..!
Mas la protesta baja los decibeles cuando les informo que sin grasa sexual no podrían menstruar ni parir, ni siquiera hablar y respirar. Vamos, que si las mujeres no gozaran del privilegio de estar rodeadas de tan magnífica protección, ni usted ni yo existiríamos. Es casi seguro.

La grasa sexual no es "un castigo de Dios", sino un formidable mecanismo de defensa que Él nos ha proporcionado a los humanos (igual que a todas las demás especies de animales vertebrados vivíparos). Y digo "nos" porque usted, mujer, "la soporta", PERO ES DE TODOS. Es una protección más para asegurar la perpetuación de las especies.
El cuerpo de la mujer, al igual que las de todas las demás hembras de la creación de sangre caliente, está diseñado a la perfección para permitirle tener el privilegio de engendrar a nuestros descendientes. La naturaleza no ha olvidado nada. Hasta los más mínimos detalles están cuidadosamente planificados; todas las posibles contingencias están previstas.
Un embrión o un feto en el vientre de su madre soporta, gracias a esa excelsa planificación, casi todo lo malo que pudiera ocurrirle. Aislado del resto del mundo (y de su propia madre en muchos aspectos), tolera, por ejemplo, que su progenitora coma mal y mucho, o que no tenga nada para comer durante mucho tiempo. Que sufra enfermedades y accidentes sin siquiera enterarse de que ella los ha padecido… Pero hay algo que no resistiría, algo que de ocurrir terminaría con su incipiente vida: que la temperatura interior de mamá baje a niveles de hipotermia. Es por eso que las mujeres han sido rodeadas por una capa de un óptimo material aislante de la temperatura, la poco famosa y para nada bien ponderada GRASA SEXUAL FEMENINA, para que si alguna vez, estando embarazadas, son obligadas por las circunstancias a exponerse a un frío muy intenso tengan tiempo de ir a buscar abrigo antes de que se les enfríe el medio interno y el hijo que están engendrando perezca.
Las mujeres, gracias a las propiedades de esa preciosa capa de grasa sexual, tienen el privilegio de ser más EUTERMICAS que los varones. Quiero decir que tienen muchísima más facilidad de mantener constante su temperatura interior sin importar demasiado la temperatura ambiente.
Es muy probable que alguna de nuestras antiguas ascendientes, mientras estaba embarazada, se haya enfrentado a la contingencia (un viaje accidentado, una acción de guerra o un desastre natural) de tener que pasar a la intemperie muchos días de crudo invierno. Si no hubiese estado rodeada de la térmica grasa, seguramente su hijo no hubiese nacido, y tampoco nosotros, por extensión.

Siempre me deleita pensar que es un verdadero milagro de coincidencias que pueda yo estar escribiendo esto y usted leyéndolo. Quiero decir: que ambos hayamos nacido. Que ninguno de nuestros ancestros haya muerto sin haber tenido la oportunidad de reproducir al que seguía en la línea de nuestros antecesores, que ninguno de nuestros ascendientes, millones y millones según veremos, haya muerto antes de procrear, y que todos hayan tenido capacidad y ocasión de hacerlo. Si tan solo uno de ellos hubiese faltado a la cita ni usted ni yo estaríamos hoy aquí. Para que tenga una pálida idea de cuántos nos han precedido, le comento que hace tan solo quinientos años vivían, seguramente la mayoría en Europa, Asia o África, los componentes de nuestra veinteava generación hacia atrás –a los que podríamos llamar, abusando un tanto del idioma, nuestros "dieciseisbistatarabuelos"–. Y no tiene usted la más remota idea, seguramente porque nunca se le ha ocurrido hacer el cálculo, de cuantos dieciseisbistatarabuelos ha tenido, pues sépalo: UN MILLÓN CUARENTA Y OCHO MIL QUINIENTOS SETENTA Y SEIS. Y es así, como lo lee (saque las cuentas y verá: dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treintaidos bistatarabuelos...). Y si contamos a la inmensa cantidad de descendientes de esa formidable parentela, descubriremos que casi un millón y medio de personas mezclaron sus genes en tan solo estos últimos quinientos años para que hoy estemos aquí, en este tiempo, con esta figura (me refiero a la que nos corresponde en relación a lo genético) y con este espíritu. Y estamos hablando de tan solo cinco centurias, que no son absolutamente nada si se piensa que hace más de treinta mil siglos que el hombre habita este planeta. Seguramente, de alguna manera, somos parientes.

Pero no solo para aislar a las mujeres de la baja temperatura ambiente sirve la grasa sexual, es también un estupendo acúmulo de seguras y excelentes reservas de energía por si, y a causa de una fuerza mayor, mientras transcurre la gestación tuviese alguna dificultad para obtener alimentos en forma cotidiana y suficiente.
En esos casos, en oportunidad de una hambruna, por ejemplo, el embarazo podrá seguir adelante gracias al banco de reservas que significa la formidable capa de grasa hormonodependiente.

Es muy probable que en estos momentos venga a su mente la imagen de esa amiga que ha tenido cuatro hijos y sigue manteniendo su cuerpo tan delgado como el día en que se casó hace veinticinco años.
Es cierto: mujeres así hay. No abundan, pero existen las suficientes como para que todos conozcamos a alguna.
Hay mujeres que a pesar de la edad y sin importar el número de hijos que hayan engendrado, siguen manteniendo las mismas medidas perimétricas que tenían al finalizar la segunda década de su vida. Y eso tiene una explicación. Habrá notado que, si conoce a más de una, todas se parecen en algo: son extremadamente magras. Es como si no tuviesen grasa debajo de la piel, y en realidad es eso lo que ocurre. Han nacido portando un error genético, como ya hemos visto. Carecen de la vital grasa sexual, y luego, también, de la capacidad de guardar grasas de reserva si llegasen a hiperconsumir  hidratos de carbono (y la mayoría abusa de ellos).

En algunas otras el error genético es de otro tipo. Ellas padecen lo que los médicos llamamos LIPODISTROFIA, lo que quiere decir que en algunas partes de su cuerpo carecen de la tan bienhechora grasa hipodérmica. Comúnmente son magras de la cintura hacia arriba y generalmente gruesas de la cintura hacia abajo (muy raramente la disposición es al revés), cosa que las hace estéticamente desafortunadas. La grasa que tendrían que tener distribuida en toda la superficie corporal, la tienen acumulada en la mitad inferior de su cuerpo (y muy raras veces en la superior).

Por fin hay otras que tienen una grasa sexual más fina que lo usual, y al mismo tiempo una dificultad, por una discapacidad metabólica o genética que desconozco, para guardar grasas de reserva, lo que enlentece el engrosamiento normal de su panículo adiposo que ha de ser la consecuencia lógica del paso de los años.
Son esas mujeres "envidiables" que siendo ya abuelas ostentan un cuerpo "perfecto" apenas lo cuiden un poco, o más generalmente sin ningún cuidado especial. Muchas de ellas terminan dando consejos por televisión o en publicaciones femeninas, pretendiendo que crea que si usted los sigue logrará un cuerpo igual que el de ellas (y que si no lo logra es porque usted no es más que una inconstante incorregible).
Pero ellas son así, qué vamos a hacerle, no les preste atención.

Nunca podrá imaginar las discusiones que he tenido con tantas y tantas mujeres que parecen o creen estar gordas (o que habiendo adelgazado han puesto al descubierto un cuerpo no esbelto –que quizá ni siquiera lo fue ni en la etapa más esplendorosa de su juventud–, o, peor, esbelto pero que no les satisface, y siguen pensando que deberían "adelgazar otro poco").
Y ni le cuento cómo he discutido con las que parecen bastante gordas (que gracias a Dios no abundan), tratando de convencerlas de que son así, que ése es su cuerpo, que es el que les corresponde a causa de su mezcla genética, su edad, sus circunstancias y su actividad física. Que es el cuerpo que les ha tocado en suerte.
Les explico, las veces que haga falta, que si no han tenido la fortuna de tener un cuerpo agraciado, es seguro que alguna otra virtud han de poder mostrar como para que esa disarmonía corporal quede eclipsada. Que cuando una mujer llega a tener el cuerpo que le corresponde tiene el cuerpo ÓPTIMO para ella, y que, por definición, no se puede mejorar lo óptimo.
Que la seducción femenina jamás comienza por un cuerpo hermoso, sino por la simpatía, el sentido común, la cultura, la bondad, el humor, el espíritu de ayuda...Que dos ojos destellantes de picardía, inteligencia, comprensión y ternura, seguramente despertarán más pasión que el más contorneado cuerpo esbelto. Porque los que somos inteligentes sabemos que un cuerpo esbelto alguna vez dejará de serlo, pero que un par de ojos así jamás dejarán de reflejar lo que hoy reflejan.

Pero no hay caso: muy pocas veces logro convencerlas, y siguen (pobres mujeres) vagando de médico en médico, tratando de encontrar el que "dé en la tecla y solucione" el problema que las atormenta.

Sueño conque todos mis colegas que se dedican a orientar a las mujeres gordas (o a las que lo parece, o a las que creen que lo están) por los caminos de la delgadez, lean esta hipótesis (no pretendo todo el blog), y que luego de leerla recapaciten.
Que dejen de prometerles a las señoras, que si siguen sus consejos podrán lograr el cuerpo de "señoritas eternas". O a las señoritas de cuerpo grueso, no esbelto, que han de lograr la etérea esbeltez que nunca tuvieron si siguen sus indicaciones. Que tengan siempre presente que la armonía estética es el producto de una afortunada mezcla de genes, edad, actividad, circunstancias y autoapreciación, nunca de la voluntad, el parecer ni la ciencia del más lúcido y dotado de los profesionales.

PRIMUM NON NOCERE.

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