sábado, 19 de mayo de 2018

Duodécima Hipótesis: LOS NEFASTOS ANOREXÍGENOS.

(En donde entenderá, con amargura seguramente, el porqué de sus fracasos, o quizá por qué la meta siempre se hace aparentemente inalcanzable, o por qué el "estancamiento" repentino y perdurable cuando el adelgazamiento transcurría perfectamente. Mas no ha de sentirse culpable, recuerde que en estos menesteres “la culpa” está absolutamente prohibida)

—Quitar el hambre..... ¡Esa es la solución!— dijeron hace mucho tiempo los médicos que dedicaban su saber a “combatir la obesidad”.
Claro, pensaban que los gordos lo estaban porque comían mucho, como vimos en la quinta Hipótesis, y como a los que concurrían a pedir su ayuda para “sanar” se les daba simplemente la recomendación de comer poco y ellos no podían cumplir con semejante prescripción por más empeño que pusiesen en el intento al no poder soportar el hambre durante el largo tiempo que durase el tratamiento, se llegó a la conclusión de que el único modo de arribar a buen destino era buscar alguna forma para que dejaran de sufrirla.

Por lo que se idearon muchas cosas.
A esos artilugios se los denominó anorexígenos. ‘Anorexia’ es palabra derivada del griego y quiere decir, literalmente, sin hambre (pero se la usa solamente para definir la falta de hambre en las situaciones en que sería lógico sentir esa sensación). ‘Geno’ también deriva del griego y quiere decir yo engendro. Se denomina “anorexígeno”, pues, a cualquier elemento que quite el hambre, sin que sea alimento normal (los alimentos normales, si son suficientes, también quitan el hambre, pero a nadie se le ocurriría llamar “anorexígeno” a dos suculentos platos de paella).
Más adelante se usaron los “disuasivos”, que, gracias a Dios, ya se han dejado de utilizar (por lo menos por ahora), y últimamente se han puesto de moda  técnicas quirúrgicas para “ayudarlos a adelgazar”, son lo último de lo último.
Comenzaremos a explicar el funcionamiento de cada sistema dejando para el final a las anfetaminas, ya que gracias a la observación metódica de los que las han consumido, creo haber descubierto una nueva acción indeseable de ellas (aunque como la expresión “indeseable” se torna algo exigua para este caso, a mis pacientes les parecía mejor reemplazarla por las palabras “terrible” o “espantosa”. Ya se verá que, desgraciadamente, no estaban equivocados).


1– Los anorexígenos físicos (Las anfetaminas son “anorexígenos químicos”, ya lo conversaremos).
Si fuese cierto que uno engorda porque come mucho, la idea sería ingeniosa. El asunto era buscar alguna substancia con bajo contenido calórico (condición muy importante si en realidad fuese el exceso en la ingesta calórica la causa de la gordura) que al ser ingerida llenase el estómago hasta tal punto que llegado el momento de comer verdaderos nutrientes, con muy poco de ellos se consiguiera la saciedad. Se probaron muchos: algas marinas, metilcelulosa, derivados de la caseina...
Aquí en Argentina, el primer producto comercial de “gran impacto” que yo recuerdo haber conocido apareció a principios de la década de los 80. Era un preparado que lanzó un prestigioso Laboratorio Internacional de Productos Farmacéuticos. –Eso me desconcertó mucho: que un Laboratorio tan prestigioso se lanzara a una aventura comercial tan, a mi modo de ver, sin sentido-.
El “elixir de la silueta perfecta” era un polvo saborizado con vainilla o con chocolate (hasta la posibilidad de elegir gustos le daban a uno) que se disolvía en agua y se bebía antes de las principales comidas. Eso llenaría el estómago, digamos y para hacer cuentas redondas, hasta la mitad, por lo que comiendo luego la mitad de lo acostumbrado, se sentiría uno satisfecho.
Obviamente no funcionó a pesar de que gastaron fortunas en publicitarlo. Los asesores del Laboratorio, es lo que imagino, no han de haberse percatado de que la mayoría de los potenciales candidatos a consumir la pócima no soportarían ver desaparecer su conflicto eclipsante, por lo que dejarían de hacerlo con alguna excusa (el precio de cada dosis, por ejemplo, que recuerdo era muy alto) a pesar de sus aparentes “mágicos resultados”.
Por esas épocas aparecieron galletitas (curiosamente saborizadas igual: vainilla o chocolate) que producían el mismo efecto.

A principios de los 90 un conocido médico dietólogo de aquí, de Argentina, retomó la idea y salió a publicitarla por televisión y la prensa escrita. Pero él fue un poco más lejos, directamente aseguraba que su producto (mismas características: polvo soluble en agua con riquísimo sabor a... Vainilla o chocolate. –Nunca pude explicarme por qué todos eligen esos dos gustos, si se les podría haber dado, qué se yo, el de queso parmesano o el de jamón ahumado, por decir algunos que por lo menos a mi me gustan mucho–) aseguraba que su producto, decía, “reemplazaba a dos comidas diarias”. Sí señor, como lo lee: aconsejaba reemplazar dos comidas por una dosis del producto cada vez. ¿Qué entiende usted por “comida”?. Absolutamente todos los pacientes que encuesté sobre esto me contestaron —El almuerzo y la cena, por supuesto. Los que los consumieron me dijeron, todos, también, que lo tomaban para reemplazar sus almuerzos y cenas.
El producto contenía menos de veinte gramos de proteína por porción, según recuerdo rezaba en la etiqueta, por lo que los clientes que consumieran dos raciones al día, según  aconsejaba el famoso “especialista”, tan solo ingerirían alrededor de treinta y cinco gramos, o poco más, diarios (no nos engañemos, las proteínas que uno consume en el desayuno y la merienda, o en cualquier otro momento “entre comidas”, son prácticamente ninguna -por lo menos en este País-). La Organización Mundial de la Salud (con la que no estoy en un ciento por ciento en desacuerdo, debo aclararlo) aconseja como dosis mínima setenta gramos de proteínas diarias. Yo opino que la ración cotidiana debe ser mayor, uno no puede saber qué capacidad de absorción de ella tiene el intestino de cada ser humano de acuerdo a la idiosincrasia de su fisiología digestiva o a la fuente de donde las extraiga según sus posibilidades o sus costumbres. Si su capacidad de asimilación fuese del setenta por ciento, y come tan solo setenta gramos, a su economía solo ingresarán cuarenta y nueve, y eso es totalmente insuficiente, especialmente si es alguien que está aún en la etapa de desarrollo corporal, o es muy añoso. De todas maneras el consumir mucha mayor cantidad de proteínas que las que uno necesite no es dañino en ningún aspecto. El organismo solo incorporará las que esté necesitando, o sepa que va a necesitar en lo inmediato. Pongámonos de acuerdo de una vez por todas: la naturaleza nos ha provisto con una maravillosa computadora de aprovechar alimentos, con un casi milagroso sistema de subsistencia. Es totalmente inútil perder el tiempo queriendo desafiarla en estas lides. Todo lo que nosotros descubramos, ella ya lo había inventado antes, lógicamente.
Cuando en un programa de radio, aquí en Rosario, por esas épocas yo critiqué el emprendimiento, alguien que telefónicamente se dio a conocer como un representante del Laboratorio que fabricaba y comercializaba el producto, me amenazó de muy mala manera con hacerme juicio si yo no me retractaba (?). Seguramente todo no era más que una broma de un oyente ocioso, pensé luego, pero ¡Qué bien actuaba como un gerente de laboratorio! (Lástima que entonces aún no disponíamos como ahora de identificadores de llamadas. Eso me hubiese sacado la duda).
Pero tampoco el nuevo invento dio resultados. Eso es obvio, si no aún se seguiría vendiendo, mas cuánto dinero habrán recaudado durante el tiempo en que la gente gorda, esperanzada, lo consumió como “segura forma de resolver su conflicto”, según lo anunciaban los muy creíbles avisos de la televisión y de la prensa escrita. Siempre digo lo mismo: “Estafar la ilusión no tiene pena legal, pero tampoco ha de tener perdón humano”. En fin...

2– Los anorexígenos mecánicos:
Otro anorexígeno que se ideó hace unas décadas, creo que en Inglaterra, fue meter dentro del estómago del gordo, mediante una sonda nasogástrica, un balón fabricado con algún material plástico resistente a los jugos digestivos, que se inflaba más o menos según la “severidad de la gordura de quien requería el servicio”. Al ocupar una buena porción del volumen gástrico, el estómago se “llenaría” muy pronto con poco alimento. La idea era que cuando el paciente estuviese “delgado”, se desinflaba y extraía el artefacto, y luego el “exgordo” debía cuidarse para no volver a...
La única contraindicación que tenía el método es que a veces el globo se desinflaba solo y seguía curso por el tracto digestivo, por lo que había que operar urgentemente al desafortunado y quitárselo de su intestino delgado, pero los porcentajes de esos eventos eran tan bajos que lo hacían “un método muy seguro”, según la experiencia de sus creadores. Para evitar esos desastres a alguien se le ocurrió la luminosa idea de llenar el balón con agua y azul de metileno, en lugar de con aire. De esa forma, si el balón se “pinchaba”, el portador comenzaría a orinar color azul, lo que era un inequívoco aviso del accidente, por lo que debía concurrir en forma urgente a la clínica para que se lo quitasen inmediatamente, evitando la cirugía. Lo que se les pasó por alto es que un balón lleno con uno o dos litros de agua pesa uno o dos kilos, y que si apoyamos durante algunas horas semejante peso en una de las paredes del estómago (en los momentos de sueño, por ejemplo, o casi permanentemente en los portadores de gorduras monstruosas -algunos ni siquiera pueden moverse en la cama-) estamos impidiendo la circulación en la zona de apoyo, por lo que se producirá primero un infarto en la pared gástrica, y luego una úlcera sangrante que puede llevar a la muerte a quien la padezca, como ya ha ocurrido, desgraciadamente.
¿Qué pasaba cuando le quitaban el balón al que ya había “adelgazado”?. No sé qué contestar, jamás encontré ninguna estadística que hablara al respecto.

3– Los anorexígenos quirúrgicos:
Los cirujanos también tomaron parte en estos problemas.
Últimamente se ha puesto de moda en todo el mundo (“se ha puesto de moda” es una manera de decir: el tratamiento cuesta alrededor de quince mil dólares) operar a pacientes gordos, a los obesos o a cualquiera que lo desee si puede pagar esa suma, mediante ‘técnicas muy poco invasivas’, para colocarles una especie de cinturón alrededor del estómago, con lo que este adquiere la forma de un reloj de arena. Cuando se come, se llena muy rápidamente la división superior, que es la más pequeña, y el operado se siente ahíto con muy poco alimento y deja de seguir comiendo. Cuando enflaquecen lo suficiente se los reopera, se les saca la banda plástica que dividía en dos a su estómago durante todo el proceso, y luego él...
Ellos también imaginaron que si excluían una buena porción del estómago y/o del intestino delgado mediante muy ingeniosas y variadas técnicas quirúrgicas, al producirse de allí en adelante una gran dificultad en la absorción de nutrientes durante el resto de sus vidas, los que se sometieran a la experiencia no tendrían más remedio que “adelgazar”. Pero sobre esto, aunque imagino sus consecuencias, no puedo opinar, porque jamás he tenido contacto con ningún paciente que se haya sometido a semejante mutilación. Sé de algunos por la prensa, y he observado que como EN TODO OBESO QUE HA “ADELGAZADO” MEDIANTE EL MÉTODO QUE SE LE OCURRA, después de un tiempo, de una especie de luna de miel en donde las cosas fueron muy bien, volvieron a estar tan gordos como antes de su cirugía. Es que los cirujanos aún no han advertido que la obesidad no es causa “del correcto funcionamiento gastrointestinal”, sino de los infranqueables vericuetos de la psiquis.
Pido perdón por todas las ironías, pero ante estas 'soluciones que brinda la ciencia', lo menos que puedo hacer es ironizar.

4– Los anorexígenos por disuasión:
En un tiempo arribaron al mercado los productos disuasivos.
Para el tratamiento del alcoholismo hace muchos años se empleó esa estrategia. Se les daba a tomar comprimidos de una droga llamada disulfirán, y mientras ella aún estaba en el cuerpo, si se bebía alcohol se producía una reacción tan terriblemente torturante que, se pensaba ingenuamente, los disuadiría de beber para siempre.
Todo terminaba cuando ellos descubrían que era la mezcla disulfirán–alcohol la causante de semejante reacción. ¿Qué hacían entonces?: dejaban de tomar el comprimido y seguían, plácidamente, abusando de las bebidas alcohólicas.
Algunos farmacólogos idearon substancias que una vez ingeridas atrapan las grasas que se han consumido (cosa que desde el punto de vista de pretender adelgazarlos a partir de la inhibición en la absorción de ellas es totalmente inoperante y antifisiológico, como ya vimos, en los herbívoros no estrictos como somos nosotros). Si se consumía un poco más que nada de grasas, se producían diarreas cataclísmicas. Habrán pensado entonces, igual que antes con el disulfirán, que tan invalidante diarrea haría que los gordos, por temor a padecerla, “dejarían de comer mucho” y “adelgazarían”. (Vuelvo a pedir disculpas por el abuso de las comillas, pero ¿Qué haría usted en mi lugar?).
¿Qué hacían los gordos que se atrevían a consumir esos productos?...Lo mismo que los alcohólicos: dejaban de consumirlos y ¡A otra cosa!
Otra vez: cuánto dinero habrán ganado los laboratorios que comercializaban esos mejunjes hasta que los consumidores advirtieron que no les servían para nada ¿Será por eso que ya no se comercializan más?

5– Los anorexígenos que vendrán (o los que sin ser anorexígenos prometan, igual, un adelgazamiento “envidiable”):
No sé qué van a inventar, pero estoy absolutamente seguro de algo diferente se les va a ocurrir. Los gordos tienen una gran tendencia a pretender pagar con dinero la falsa culpa que sienten por haber engordado, y son muchos los que quieren recaudar, no importa cómo, parte de él (es por eso que todos estos raros productos o métodos son tan caros: —Cuanto más pago, más rápido me deshago de mi culpa).
Dios lo salve de los “fármacos o artilugios antigordura” por venir.

6– Los anorexígenos químicos:
Estos productos se hicieron populares en el mercado farmacéutico en la primera mitad del siglo XX, y son el ejemplo más perfecto de la iatrogenia. Los anorexígenos químicos son la negación total y absoluta de aquel hermoso y milenario consejo a los médicos: “primum non nocere” (primero no hacer daño).
Son fármacos que actúan a nivel del sistema nervioso central, más precisamente en una vital región de él que se denomina hipotálamo. Los investigadores que estudian el tema aún no se han puesto de acuerdo sobre su modo de funcionar. Algunos sostienen que deprimen el centro del hambre, otros aseguran que lo que logran es estimular el centro de la saciedad, y hay algunos que no están de acuerdo con estas hipótesis: G. W. Thorn, en Harrison, principios de Medicina Interna, en la edición en español de 1973 opinaba inocentemente “...Los pacientes experimentan una sensación de bienestar al ingerir estos fármacos, y se cree que la disminución del apetito es consecuencia de la distracción” (sic).
Sea el que fuese el modo de actuar, lo cierto es que los efectos indeseables de las anfetaminas son realmente alarmantes. El pluralizar esa palabra se debe a que los derivados del primitivo sulfato de anfetamina son varios, pero con los mismos efectos más o menos pronunciados. Esos derivados se fueron ensayando tratando de minimizar, en cada compuesto nuevo, los efectos indeseables, o por lo menos algunos de ellos, del fármaco que le precedía en la línea de investigación.
Pero son todos lo mismo.
Los más drásticos, conocidos y usados son: fenmetracina, dextroanfetamina, mefentermina y dietilpropión. Además existen otros, como la sibutramina que es el más moderno de la familia, y el mazindol, que sin ser un derivado anfetamínico también inhibe la sensación de hambre. La comercialización de todos está prohibida, gracias a Dios, en todo el mundo (aunque subrepticiamente algunos aún son recetados) a causa de sus graves, y a veces mortales, efectos colaterales.
El gravísimo peligro de utilizar cualquiera de estos productos está en los efectos secundarios que poseen (yo siempre he sostenido que las anfetaminas son los únicos raros fármacos cuyos efectos son todos secundarios). Los TRASTORNOS TÓXICOS que producen SIEMPRE, son a nivel de los sistemas nervioso central, cardiovascular y digestivo.
Hay muchísimos para enumerar, pero si lo hiciera me sentiría usando el orden por el terror. Me muero de ganas, pero no debo. Aunque más no fuese en tan solo este tema, iría contra mis actualizados principios (ya lo hice en mi tercer trabajo, Adelgace para siempre, y hoy me siento arrepentido de haberlo hecho).
Lo único que he de aconsejarle es que si con el objeto de adelgazar está tomando algún medicamento que disminuye sus sensaciones de hambre, le hace sentir un poco más que bien (eufórico, locuaz, verborrágico, incansable), si un día al no tomarlo, por cualquier motivo, se siente hecho una piltrafa, aunque quien se lo recetó le jure que no contiene anfetaminas, sí las contiene, o algún precursor de ellas, o algún producto de efectos adversos similares, por lo que debe, ya, ahora, arrojarlo a la basura. Y si mañana siente unos irrefrenables deseos de revolver los desperdicios para sacar de alguno de los frasquitos que tiró —Por hoy solamente, por esta única vez, un solo comprimidito más y basta—, vaya corriendo a la consulta de un psiquiatra o a un centro de tratamiento de adicciones a pedir su ayuda, está usted atravesando una verdadera emergencia. Se lo aseguro.

Es muy probable que ya las haya consumido en varias oportunidades, y siempre que se lo propuso las dejó de tomar. En realidad he visto a mucha gente que ha logrado hacer eso, pero cuando lea lo que sigue, seguramente sí las va a tirar, pero esta vez al inodoro.

Así como le contaba en la Hipótesis anterior que desde hace muchos años calificamos a muchos de los pacientes como pacientes problema, había muchos otros que presentaban otro trastorno tan incomprensible para nosotros que ni siquiera se nos ocurría una denominación para referirnos a ellos. Quizá pacientes enigma sea una calificación que los identifique perfectamente.
Me refiero a personas que haciendo las cosas muy bien, llegado un momento se detenían en un punto (que ostensiblemente no era el de su delgadez), y por mejor que se portaran dejaban de adelgazar.
No tenían forma de engañarnos, o de engañarse inconscientemente a si mismos, o de cometer errores, sin que lo advirtiéramos, ya que el análisis de cetonuria que le efectuábamos en cada visita siempre daba resultados correctos. Pero a pesar de eso no había avances.
Siempre nos conformábamos con la tranquilizadora hipótesis del “estancamiento temporario” que observamos en todos los pacientes, sin excepciones. Efectivamente, hasta los más exitosos atraviesan etapas más o menos largas sin notar resultados a pesar de seguir nuestros consejos al pié de la letra, como lo hacen siempre ellos. Luego, misteriosamente vuelven a otro período de desengorde hasta que, nuevamente, otra vez a frenarse por un tiempo, y así hasta el final (a este tan universal fenómeno aún no le he encontrado ninguna explicación lógica, no he logrado imaginar ninguna hipótesis que pudiera explicarlo).
Como era algo usual, la evidencia nos decía que el proceso seguía su curso normal a pesar de los odiosos períodos en donde todo quedaba igual por algunas semanas. Hasta llegó a servirme de argumento para advertir a todos los que hacen algún tipo de tratamiento non sancto, que si en su proceso de 'adelgazamiento' no se presentan estas etapas de detención es que no están adelgazando, sino enflaqueciendo.
Pero en los pacientes enigma (no se me ocurre otro eufemismo para referirme a ellos) las cosas eran desconcertantes. Sus períodos de estancamiento, al hacerse tan largos, los descorazonaban de tal forma que dejaban de visitarnos (obviamente pensarían que el “método” que le proponíamos no daba resultado en ellos). La lógica del proceso del adelgazamiento fisiológico se veía trastocada: si una persona tiene grasas de reserva, lo que equivale a decir que tienen acumuladas energías por si su fuente de hidratos de carbono exógena escasea, al escasear en esta oportunidad de consumir muy poco de ellos, debería echar mano a sus depósitos, por lo que el tejido adiposo tendría que ir disminuyendo de grosor con lo que el adelgazamiento sería la consecuencia lógica.
Mas este hecho en ellos no ocurría. Se comportaban tal como las personas delgadas (las que no tienen excesos en sus depósitos), a las que se les restringe la ingesta de carbohidratos por otros motivos: diabetes, dislipidemias, problemas digestivos, etc. Ellos también presentan cetonas en orina, aunque sus medidas y su peso no desciendan.
Las cetonas, en este caso, son el producto de transformar en glucosa a las grasas y proteínas de la ingesta, ya que al carecer de excesos de grasa propia, no pueden sacar glucosa de éstos (recuerde que ese sería el mecanismo más económico a usar cuando se restringe fuertemente el consumo de carbohidratos).

Pero aquellos enigmáticos pacientes sí tenían, era evidente, grasas de reserva, entonces ¿por qué no recurrían a ella ante la carencia en la ingesta?, ¿por qué sus organismos elegían el camino más caro: extraerla de los lípidos y proteínas que formaban parte de su alimentación cotidiana teniendo al alcance de la mano tan económica fuente?
Realmente era un enigma.

Todo comenzó a aclararse a fines de 1998.
Como el tema es tan difícil de exponer, por esta única vez hablaré de peso para que pueda entenderlo mejor, o para que no se me haga tan dificultoso el explicárselo.
Hilda M. me consultó por primera vez en 1995. Estaba muy gorda. Para que tenga una idea de su gordura le comento que su estatura es un poco menor que la media para una mujer, y que pesaba 95 Kg en su primera consulta. Me relató que había consumido siempre anfetaminas, desde los principios de su adolescencia y hasta hacía unas semanas atrás.
Comenzó a seguir mis indicaciones y los resultados eran buenos (una paciente excelente) hasta que llegó a pesar 88 Kg. Allí se “estancó”. A pesar de seguir haciendo muy bien las cosas dejó de progresar. Le expliqué que era normal que eso ocurriera, pero luego de cuatro o cinco semanas más, abrumada por este inesperado “fracaso”, dejó de concurrir.
A los pocos meses volvió resignada, pero esta vez con 98 kilos a cuesta.
Nuevamente llegó sin problemas a los 88, y al volver a estancarse, otra vez abandonó el intento.
A fines de 1996 retornó, pero esta vez pesando algo más de 100 kilogramos. Tuvimos una larga charla, escuchó mi “teoría de los dos capitanes” y accedió a someterse a lo que yo le indicara u opinara sin pretender transformarse, alguna vez, en el segundo capitán.
En abril de 1997 ya había logrado sus famosos e históricos 88 Kg., que eran el límite y causa de sus anteriores abandonos
Le anticipé que comenzaría, seguramente, su “etapa de estancamiento”, por lo que debería armarse de paciencia hasta que ésta terminara. Habíamos convenido, a instancias de ella, que concurriría a la consulta todos los viernes, ya que si dejaba de hacerlo, sostenía, no tenía confianza en su capacidad de seguir respetando las reglas de alimentación impuestas. Me veo en la necesidad de aclarar que a partir del pacto de vernos una vez a la semana las consultas eran sin cargo, al fin ella era parte de la investigación de tan especial fenómeno.
Cuando llegamos a mediados de 1998, su peso seguía siempre oscilando alrededor de los infranqueables 88.
—¿Hasta cuándo estaré estancada?— me preguntó, mostrando una gran resignación. Yo no sabía que responderle, era para mi inédito que lo estuviese durante tanto tiempo, especialmente cuando su contracción a cuidarse era tanta (las cetonurias siempre de cuatro o cinco cruces me lo demostraban), y porque no tenía experiencia en que alguien que fuese tan “obediente” permaneciera concurriendo por tanto tiempo a pesar de no obtener resultados (por lo menos en lo referente al peso). Esta última aclaración es muy importante. Cuando un paciente enigma, que aparte de su gordura padece diabetes, o alteraciones de los valores de sus lípidos en sangre o algún problema digestivo, al llegar al “peso tope”, pero lejos del ideal, si siguen cuidándose notamos que su diabetes, o su hipercolesterolemia, sus elevadas cifras de triglicéridos o sus trastornos digestivos, siguen mejorando mes a mes. Estos problemas, según lo conversamos en la octava Hipótesis, no tienen nada que ver con la gordura en sí misma.
Un viernes en que llovía a mares por lo que los pacientes que la sucedían estaban ausentes, tuvimos mucho tiempo para conversar de tan espinoso tema.
—No sé que pasa, Hilda, su orina demuestra que está elaborando glucosa, pero como su grasa no disminuye de volumen... Creo que la está consiguiendo de la que consume cotidianamente, como si ya fuese delgada.
—Es mi destino, doctor, el 88 es mi número...
—¿Qué quiere decirme con eso de “el 88 es mi número”?
—Es que desde los catorce años siempre me permití llegar solamente hasta ese peso. Cuando lo alcanzaba recurría a algún médico que me daba anfetaminas, bajaba hasta sesenta y las dejaba de tomar. Luego volvía a engordar, y cuando llegaba nuevamente a los 88 consultaba con otro que volvía a recetármelas. Y así hasta algunos meses antes de consultarlo por primera vez hace tres años, aunque esa vez me dejé estar.
La charla continuó en ese tenor, y yo estaba cada vez más alarmado por las ideas que venían a mi cabeza: ¿No será que estos malditos fármacos ejercen una acción tal que después de consumirlos durante un tiempo bloquean de alguna manera la capacidad que tienen las células grasas (adipocitos) de entregarlas cuando la ingesta de carbohidratos se restringe, como es lo normal y fisiológico?
Se lo comenté, y su esperada expresión fue: —¡No, por Dios! ¡Ojalá se equivoque!
Yo también pensé lo mismo. ¡Dios quiera que esta idea mía no sea más que una errónea interpretación de la evidencia!
Luego de que nos despedimos hasta la próxima semana vinieron a mi mente los nombres de seis o siete pacientes enigma. Lidia, mi secretaria en esas épocas, recordó el de otros tantos.

Ella buscó sus fichas y en todas encontramos los temidos factores comunes: habían consumido anfetaminas, y llegado un momento, lejano a su delgadez, se habían “estancado”.
Como los datos anotados en cada ficha eran muy escuetos e imprecisos en este aspecto, decidí llamar por teléfono a cada una (todas eran mujeres). Logré comunicarme con once, y para mi espanto todas me comentaron lo mismo: que alguna vez (o varias veces) habían tomado anfetaminas al llegar a un peso igual al en que, misteriosamente, se habían detenido en su proceso de adelgazamiento fisiológico cuando me consultaban.
Comencé a profundizar el interrogatorio a los pacientes que concurrían por esas épocas a mi consultorio (inclusive a muchos varones), que habían consumido esos productos.
Cuando en total había encuestado a más de sesenta, tan solo una mujer estaba logrando menos peso que el que alguna vez tenía cuando se las prescribieron (por lo menos el que ella recordaba haber tenido en ese entonces).
Con el correr de los meses iba aumentando el número de casos. Cuando llegamos a alrededor de ciento quince, tan solo tres afirmaron pesar menos que cuando empezaron a consumirlas. El resto se detenía en el peso que tenían en aquella desgraciada oportunidad en que algún profesional les dio algún producto “para ayudarlos a soportar el hambre”.
Consulté con anatomopatólogos y farmacólogos y nadie supo cómo explicarme el fenómeno.

HIPÓTESIS PROVISORIA QUE NACE DE TODA LA EVIDENCIA:
Los que han consumido anfetaminas o similares por no menos de cuatro meses (no importa si lo hicieron en forma continuada o discontinuada pero que en total sume ese lapso como mínimo. Es como si el efecto fuese acumulativo) tienen un altísimo porcentaje de probabilidad de que el peso mínimo a alcanzar, si utilizan un modo fisiológico de lograrlo, nunca será inferior al peso máximo que tenían cuando comenzaron a consumir esos nefastos fármacos.
Es claro que si se someten a una alimentación muy carenciada bajarán de ese ahora peso mínimo posible, pero eso no ha de ser a causa de perder su grasa (que es lo único que los transforma en gordos), sino a una importante pérdida de masa muscular, volumen visceral, etc., tal como le explicaba en la quinta Hipótesis. Pérdida que ha de ser forzosamente transitoria ya que la precaria condición de salud que consigan por, literalmente, morirse de hambre durante un largo tiempo les obligará a alimentarse en forma más correcta, por lo que recuperarán el volumen de su masa muscular y el de todo lo demás, con lo que su estado volverá a ser el del principio.

Es por todo esto que mis pacientes denominaban “terrible” o “espantosa” a esta posible acción indeseable del consumo de anorexígenos químicos.
Ruego a Dios que esto no haya sido más que una desgraciada casualidad, que no sea más que un error de mi apreciación.

Hilda siguió viniendo a mi consulta cada viernes durante mucho tiempo, siempre en sus inamovibles  88 kilos, hasta que un día dejé de verla, y no he vuelto a tener noticias de ella.
Se da usted cuenta, también ahora, de por qué tomé como lema aquellas palabras de Poincarè?. ¿De por qué le avisé en el prólogo que algunas cosas que iba a leer no iban a gustarle?

Si consumió esos fármacos, y si aún haciendo las cosas bien ya no puede bajar más del peso que tenía cuando se los prescribieron, esta podría ser una explicación de tan odioso fenómeno.

Cuando en la primera Hipótesis definí a una persona delgada le decía que es aquella que mide (busto, cintura, cadera, muslos...) lo que le corresponde de acuerdo a su sexo, edad, actividad física, cultura, herencia y circunstancias. Y entre estas últimas estaba la de haber consumido o no anfetaminas. Si le ocurrió, y ya no baja más por más bien que se porte en su “correcto y fisiológico modo de alimentarse”, es muy probable que esta sea su nueva delgadez. Lo siento mucho.
No haga nada disparatado por querer forzar este nuevo equilibrio, porque si lo fuerza mucho puede llegar a romperlo. Mas recuerde que si se abandona, las malditas anfetaminas no impiden, desgraciadamente, que sus células adiposas se sigan cargando con más de las traumatizantes grasas de reserva.

Si conoce a alguien que está a punto de consumir estos productos, o que hace poco comenzó con ellos, use todo el poder de convicción del que disponga para lograr que no los adopte, o que los abandone, según sea el caso. Si todos hicieran eso en algunas generaciones los gordos de entonces por lo menos estarán liberados de esta pesadilla.
Cuando en la década de los cincuenta estalló el terrible problema de la talidomida, hizo falta sacrificar a parte de una generación para que dejara de usarse tan espantoso medicamento. Ahora, los efectos, aparentemente, no son tan desgraciados como los de aquella droga, pero cuántas generaciones harán falta para librar de sus efectos a los gordos del futuro.

Siempre me he preguntado, y lo invito a que usted se lo pregunte: los médicos que recetan anfetaminas o anfetaminosímiles ¿Se las indicarán a su padre o a su madre, a su esposa, a sus hijos o a sus nietos si alguno de ellos está gordo? ¿Las consumirán ellos mismos si la gordura es su conflicto?

2 comentarios:

  1. Estoy pasmado, asombrado y aterrado. Que manera cruel de torturar a las personas!

    Hace tiempo a mi esposa le recetaron ese medicamento inhibidor de la absorción de grasas. Le dije que no lo tomara, que si fuera cierto todo lo que prometen los medicamentos seríamos todos delgados, no habría calvos, nadie padecería de varicosis, la celulitis no existiría, el acné habría desaparecido en tiempos pretéritos...
    Cuando empezó con diarreas, quedando gotas de grasa en el agua del inodoro le volví a comentar que eso era un disparate. Al final ganó la evidencia y dejó de tomarlo.
    Abrazo
    Luis

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