sábado, 19 de mayo de 2018

MISCELÁNEAS: A) HIPÓTESIS SOBRE POR QUÉ SENTIMOS LA NECESIDAD DE COMER COSAS DULCES CUANDO NOS VA MAL.

(En Pobres Gordos...! surgió por primera vez el problema de tratar algunos temas importantes que no podía ubicar en ningún capítulo del libro. Se me ocurrió, entonces, escribir uno bajo el título de MISCELÁNEAS. Esa era la forma de anotar conceptos, a mi gusto muy importantes, que no tuviesen relación entre ellos.
Como ahora me veo en idéntica situación, usaré el mismo recurso para darle a conocer algunas hipótesis que por sus particularidades no han tenido cabida en ningún lugar de lo anterior, y que por su brevedad no justifican ser anotadas en forma individual. Aquella vez me dio resultados)



El breve índice es el que sigue:

A) Hipótesis sobre por qué sentimos la necesidad de comer cosas dulces cuando nos va mal.

B) Hipótesis sobe las comidas del invierno y del verano.

C) Hipótesis sobre la “Anorexia Nerviosa”.

D) Hipótesis sobre la “Bulimia”.

E) El eterno problema del desayuno.

F) Opinión sobre los alimentos y bebidas “Diet”, “Light”, "Bajas calorías” o, directamente, “Dietéticos”.

G) Hipótesis sobre el correcto modo de alimentarse de las embarazadas.
 

A) HIPÓTESIS SOBRE POR QUÉ SENTIMOS LA NECESIDAD DE COMER COSAS DULCES CUANDO NOS VA MAL.
Es realmente algo usual que los gordos, y los que no lo estamos también, sintamos el irrefrenable apetito de comer cosas dulces en respuesta a cada agresión conque nos obsequia la vida.
Esa actitud, a primera vista anormal y patológica, es absolutamente normal y lógica en todos los mamíferos (cosa que, naturalmente, incluye a los humanos).

Los primeros meses de nuestra vida los pasamos confortablemente en el vientre de nuestra madre.
Allí, en ese reducto casi mágico, gozamos del período de mayor seguridad de toda nuestra existencia.
En oscuridad total; sin casi ningún ruido que nos perturbe; sin que nadie nos toque (estamos sumergidos en un mar de líquido amniótico); siempre a la ideal y constante temperatura de 37ºC; sin la necesidad de respirar, transpirar ni tiritar, de beber o de comer (ni de la de trabajar para poder conseguir comida o bebida). ¿Qué estado de mayor placidez podemos llegar a vivenciar en el resto de nuestra existencia?
Pero, como siempre, todo lo bueno se termina. Llegado un momento todo se acaba... —¡Afuera!— es la orden de la naturaleza, —¡A vivir la vida en este trajinado mundo!
¿Y cómo nos recibe el mundo extrauterino? Pues con lo primero que tiene a mano: con AGRESIÓN.

La luz de la sala de partos nos enceguece, y los ruidos del ambiente nos ensordecen. Nos pegan una palmada en las nalgas, con los que nos obligan a sentir el dolor de poner en marcha nuestro mecanismo de respirar; hasta nuestro propio llanto nos aturde. La temperatura es, de repente, entre diez y quince grados centígrados menor que la de la tibia panza de mamá. Nos raspan todo el cuerpo con una torunda de gasa para quitarnos los restos de lo que hasta hacía unos minutos nos había protegido. Y nos tironean de aquí para allá; nos meten un tubo aspirador en las narices para succionarnos el pobre moco y el líquido amniótico que hay en ellas con la excusa de facilitarnos la respiración y “hacer nuestra llegada al nuevo mundo menos traumática”. Nos ponen en los ojos gotas antisépticas que arden más que el vinagre. Y, como si todo esto fuese poco, tenemos que soportar los alaridos de un irónico obstetra que nos grita
—¡BIENVENIDO!

Pero de pronto toda la tortura se termina.

Vuelven la calma y el silencio; desaparece la luz enceguecedora; otra vez el calorcito del cuerpo de mamá. Y allí, por primera vez desde nuestro “debut”, algo agradable y placentero: el dulce gusto de su leche tibia en nuestro paladar.
Es la primera impresión gratificante que recibimos. Y no es tan solo muy rica, parece que, además, sirve para quitarnos todas las penas, porque cuando lloramos ¡Ahí va!: la teta en la boca. No importa la causa del llanto, siempre el chorrito de leche dulce que lo calma.
Y se transforma esto en un reflejo condicionado. Reflejo que queda marcado a fuego en nuestro inconsciente: experiencia mala = leche dulce como premio y consuelo.
Y así día a día.

Cuando más adelante nos duelen las encías porque nuestros dientes “quieren cortar”, coquito de pan para morder, algo durito para ayudarlos a mostrarse: almidón que nuestra saliva transformará en dulce glucosa.
Y ante el chichón, resultado de nuestro incipiente esfuerzo por aprender a caminar, un dulce chupetín para amainar la pena. Igual que cuando nuestros primeros dolorcitos de panza, provocados por la espuma que forma en nuestros intestinos la enorme cantidad de lactosa que contiene la rica leche de la teta (gracias al hiperconsumo que mamá hace de alimentos con gran cantidad de carbohidratos con la excusa de que “está amamantando”) a causa de no poder elaborar la suficiente cantidad de “lactasa”, que es una enzima que desdobla la lactosa en sus dos moléculas componentes: glucosa y galactosa, para que puedan ser absorbidas por las paredes de nuestros intestinos delgados, por lo que no podremos digerirla en su totalidad, lo que obliga a que se nos suministre el dulce y avainillado antiflatulento para evitar los "acostumbrados" cólicos.

Así crecemos: ante cada cosa mala, dulce para compensar o aliviar.

Entonces, ¿De qué otra forma pretenderemos reaccionar, siendo adultos, si desde el nacimiento nos “enseñaron” que todo se soluciona con algo dulce? Si nuestro inconsciente no conoce otra forma más efectiva.

Por eso la compulsión de todos ante la angustia, el dolor, la desesperación, el desasosiego o la incertidumbre.
Si hasta a los otros mamíferos les pasa lo mismo. Dé un caramelo a su perro en cuanto lo note nervioso y verá como se serena (por favor no haga esto con frecuencia aduciendo que yo se lo he recomendado. El veterinario que lo atiende se enojará conmigo).
Fíjese en la actitud de los domadores del circo, cuando después de obligar a los caballos o a los osos, por ejemplo, a hacer piruetas, les obsequian terrones de azúcar para volverlos a la calma. Los caballos, los osos y los demás mamíferos estamos marcados con la primera impresión protectora del gusto dulce de la leche de mamá después del agresivo trauma del nacimiento.

Si razona lo que ha leído ha de pensar que el problema no tiene solución ¿Verdad? Pero no se alarme, sí la tiene.

No trate de luchar con abstinencia ante esa compulsión tan primitiva.
Lo que real e inconscientemente necesitamos es sentir “gusto dulce” ante las malas ocasiones de la vida. Mas debe saber que no importa la calidad del elemento dulce que necesitamos llevarnos a la boca.
Nuestra cultura hace que cuando sentimos ese tan primitivo impulso lo traduzcamos en una irreprimible necesidad de paladear lo que vemos, olemos, nos ofrecen o, simplemente, imaginamos en base a nuestras experiencias anteriores.
Y cualquiera de esas cosas han de tener algo en común: son hidratos de carbono.
Pues ha de saber que no interesa cuál sea el elemento que nos proporciones ese sabor, sino, y simplemente, importa su CUALIDAD DE DULCE.

Si está dispuesto a seguir los consejos que le he dado (en donde están restringidos los glúcidos) tenga siempre a mano alimentos y bebidas dulces, pero que no contengan carbohidratos, y verá que el efecto es tan mágico como el de los legítimos azúcares. Utilice su ingenio y tenga siempre a  su disposición cosas dulces elaboradas con edulcorantes artificiales y tendrá una ventaja extra: cuando un gordo que está cuidándose sufre un traspié vivencial, siente, como hemos conversado, la normal necesidad de ingerir cosas dulces. Como son muy pocos los que pueden resistirse al apremio, comen, pero luego se sienten “culpables” por haber comido cosas que, saben, frenarán sus progresos, por lo que esa culpa se transforma en un nuevo conflicto que quizá tengan necesidad de eclipsar volviendo a ingerir cosas dulces, y lo hacen, lo que les provocará idéntico sentimiento, y de allí en más...
En cambio, si ante la necesidad de sentir dulzor en su boca, lo consigue con alimentos y bebidas que sabe que no contienen carbohidratos, sino un inerte e inofensivo edulcorante sintético, no se sentirá culpable, por lo que todo el asunto terminará con el último trago o bocado.

Anécdota de consultorio.
Hace unos años, una joven abogada me relató una experiencia que en estos momentos viene de perlas.
Una tarde estaba discutiendo agriamente con su esposo (pelea normal en pareja normal).
En plena discusión, cuando aún “no estaban dichas todas las cosas”, suena el timbre. Se montó rápidamente una escena de paz y armonía para disimular, y se abrió la puerta. Era una colega que hacía una semana había convenido con mi paciente (y ésta había olvidado) venir a su casa para que ella la aconsejara sobre un pleito que estaba defendiendo.
Con gran disimulo, el esposo se abrigó, saludo muy cortésmente a ambas, y se retiró de la escena con el pretexto de una diligencia (mutis por el foro, que le dicen).
Pero he aquí que la colega, aparte de muchas carpetas, como es de rigor en los abogados, traía en la otra mano un primoroso paquetito de masas secas para acompañar el té.
Apoyó el paquete en la mesa del comedor, lo abrió y, me contaba mi paciente, en esos momentos de bronca contenida y desahogo frustrado, sintió un deseo casi irreprimible de comérselas todas. Pero se acordó de que el jueves de la semana anterior habíamos estado hablando del tema del que hace un ratito le he comentado a usted, y decidió poner en práctica mis consejos.
Con la excusa de calentar el agua para el té, se metió en la cocina, puso la pava en el fuego, abrió la heladera y se sirvió una generosa porción de una especie de postre que en aquellos tiempos se había puesto de moda entre mis pacientes (y que es creación de uno de ellos): un riquísimo revuelto de huevos y manzanas fritos en manteca, edulcorado artificialmente y saborizado con esencia de vainilla y jugo de limón, que se cocina junto con un puñado de nueces picadas, que se sirve bien frío en una compotera, y coronado con una cucharada de crema chantillí (hecha con crema de leche, edulcorante y un toque de esencia de vainilla), o con crema sin batir edulcorada y espolvoreada con canela molida.
—Me lo comí— me relataba mi paciente —y automáticamente me sentí mejor. Cuando llegué al comedor con la tetera humeante, mi amiga me ofreció una de las masas que se veían estupendas. ¡No!, le dije, no quiero, gracias, me estoy cuidando, quiero adelgazar. Pero lo más notable era que, realmente, ¡no sentí deseos de comerlas!
Fin de la anécdota.

Si a pesar de tener preparado un arsenal de cosas dulces pero no engordantes con el objeto de prevenir este tipo de emergencias, ante una situación difícil decide consumir carbohidratos, seguramente lo que su inconsciente pretende, espero que estemos de acuerdo en esto, es eclipsar ese traspié aumentando el conflicto que supuestamente lo protege para así diluir los efectos del nuevo problema, o del agravamiento de uno anterior. No se deprima, no tire todo por la borda, eso les pasa muchas veces a todos en algún momento; siga adelante, y medítelo para tratar que no vuelva a ocurrirle.

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