sábado, 19 de mayo de 2018

Prólogo e Introducción.

PRÓLOGO

La ciencia es fascinante.
Desde que el hombre comenzó a desarrollar a pleno su pensamiento científico, el devenir del mundo ha cambiado en forma increíble.
Los logros de la humanidad son incontables, y ha sido el escepticismo el progenitor de todos esos logros: el escepticismo es el padre de todas las ciencias (y su madre es la necesidad).
Pero tienen las ciencias varias asignaturas pendientes.
La obesidad es una de ellas.

Desde hace décadas se han tratado de desentrañar los misterios que la rodean. Miles de médicos (la obesidad es un asunto de médicos) nos hemos afanado para “derrotarla”, pero ella sigue airosa, triunfante y expandiéndose en todo el orbe a su más entera satisfacción.
El “mal” –la obesidad– sigue, en estos tiempos del nuevo siglo, ganándole al “bien” –la delgadez– tan campante como si nadie se le opusiera o, peor, como si un ejército de médicos se le hubiese aliado.
Cada uno ha pretendido imponer “su criterio” para resolver el conflicto que plantea, pero casi todos han caído en el mismo vicio: el viejo vicio del dogma.
Se han creído, y le han hecho creer al mundo, que para lograrlo usan el método científico, pero han dejado de lado el escepticismo y han adorado al dogma, y eso en medicina es la anticiencia.

“...No habían añadido ni una sola idea a los sistemas especulativos de la antigüedad, y toda una serie de pacientes discípulos se convirtieron, en su momento, en los maestros dogmáticos de la siguiente generación servil” decía Edward Gibbon.
Se refería al antiguo imperio oriental, cuya capital era Constantinopla, pero podríamos decir casi lo mismo para este contemporáneo imperio global si nos referimos a los “progresos” logrados en el estudio, comprensión y resolución del problema que nos preocupa.

Hace casi cuarenta años, confieso que jamás supe por qué, el tema se me antojó interesante. Comencé, en esas épocas, a leer todo lo que llegaba a mis manos. Advertí, a partir de allí, con estupor, que el conflicto con el correr del tiempo en vez de encaminarse a una futura solución se complicaba más.
Temerariamente en 1981 pretendí, soberbio, haber “descubierto sus secretos”, entonces publiqué un cándido primer libro para hacer conocer mi postura.
En 1983, ya con más experiencia, creí que “había llegado al fin del problema”, cosa que expliqué en mi segundo trabajo: Basta de dietas.
En el 87 “le di el punto final” con mi Adelgace para siempre; en el 93 “todo estaba dicho” en el Pobres gordos...! Y en el 2000, con El secreto de la obesidad, “asunto terminado”.
A pesar de todo creo que no estuve del todo errado en ninguno de los cinco intentos. El pecado fue creer, a su tiempo, que en cada uno había logrado "la solución".
Hoy, ya maduro, me abochornan mis anteriores pretensiones, y siento íntimamente el temor a que dentro de unos años me sonroje con las pretensiones de hoy (porque hoy me he vuelto tan escéptico que hasta temo crear mis propios dogmas).


Escucho, con esperanzas, los comentarios de la mayoría de mis colegas, pero advierto que casi todos no hacen más que repetir, servilmente, las enseñanzas de sus predecesores. Se me hace harto difícil descubrir en alguno una nueva idea brillante, luminosa, novedosa, progresista, que me haga sentir la emoción de estar delante de un “escéptico innovador del pensamiento”.

Estoy confundido:
¿Por qué tengo que pensar diferente si me eduqué en una Escuela idéntica a la de ellos, si habito su mismo mundo, si me nutro de las mismas fuentes de información, si asisto a pacientes con problemas semejantes?
Pero pienso diferente.
Quizá yo también esté errado, pero siento que pienso muy diferente, y eso me hace sentir feliz.

Estoy absolutamente convencido cuando digo que el dogma es un vicio. Y más: es el vicio que envilece a la ciencia médica.
La medicina lo ha padecido en toda su larga historia. Pero eso no es lo más grave, lo peor es que aún lo padece y que ha de padecerlo por muchos años más (quiera Dios que no sean demasiados).

En el estudio de la obesidad es el dogma el que ha empañado el punto de vista de la mayoría de los investigadores, de los discípulos de maestros que lo fomentaron. Es él el que les hace ver el problema como algo solo perteneciente al cuerpo... Es por eso que se han olvidado del alma.
Ellos pretenden que un gordo se ha de transformar en delgado solo cuando consiga un cuerpo delgado. Aún no se han percatado que un gordo se transformará en “delgado para siempre” –que eso es lo que quieren– tan solo si alguna vez su destino les permite llegar a pensar como lo hacemos los delgados. Allí es donde hay que enfocar nuestra mira, por eso este blog no está dedicado solo al cuerpo de los gordos, sino al alma de todos ellos.

Se olvidan (prefiero pensar que “se olvidan”, porque me disgusta suponer que ni siquiera se han percatado) que la inmensa mayoría de los gordos lo están porque inconscientemente lo necesitan, y quieren obligarlos a adelgazar sin medir las consecuencias que semejante actitud –“logros”, dicen ellos– les acarrearía a su estructura mental si previamente no se los prepara para el cambio.
Quieren que lo logren “por decreto”, y por decreto no se puede adelgazar (ni amar, ni odiar, ni ser bueno, ni malo… ni, mucho menos, escéptico). Y el decreto en este tema es el uso abominable del ORDEN POR EL TERROR –del que hemos de hablar más adelante– que en medicina es la peor de las transgresiones.

Ha de leer aquí muchos conceptos que no van a gustarle.
Estoy seguro de que muchos sentirán una primera sensación de enojo cuando lean ciertas cosas que aquí se dicen, pero también estoy seguro de que al final nos haremos amigos.


“...También sabemos que cruel es a menudo la verdad, y nos preguntamos si el engaño no es más consolador” (Henri Poincaré)

Desde que leí esta sentencia, la tomé como mi lema personal. Seguramente usted ha sido engañado muchas veces (muchas más y mucho peor de lo que en realidad piensa. Después trataré que lo entienda mejor), y se sintió consolado por el engaño. Pues lo siento: mis opiniones no lo han de consolar a partir del engaño (que, como todo el mundo sabe, es el camino más fácil). El consuelo, pretendo, llegará cuando logre convencerlo de que no hay nada de qué consolarse. De esa manera, si lo consigo, se convencerá con regocijo de que en estos menesteres la verdad no es para nada cruel, como quizá aparente en una primera lectura.
Lo que pretendo es que desista del oprobioso sentimiento de culpa que siente “por haber llegado a esto”.

Casi cuarenta años de experiencia es bastante experiencia, a mi modo de ver,
Miles de pacientes, con los cuales he conversado tratando de llegar a lo más íntimo de cada uno, son los suficientes, para mi gusto, como para poder mostrar, con cierta seguridad, un cuadro de situación diferente.

Por favor: no sienta haber encarado ya su último intento.
No presuponga que ya no tiene más nada que hacer. Deme la oportunidad de convencerlo de que eso no es cierto.
Téngame paciencia.


INTRODUCCIÓN

Yo no soy dietólogo ni nutricionista, soy un simple médico clínico (también graduado en geriatría), que un día en la década de los setenta comenzó a interesarse en estos temas.

Y gracias a Dios que no soy dietólogo ni experto en nutrición, porque si lo fuese me moriría de vergüenza cada vez que me enfrentara a un oftalmólogo, a un cardiólogo, a un neurocirujano, a un genetista...
Ellos han hecho tanto por la ciencia...
Han avanzado tanto en sus conocimientos y en sus técnicas terapéuticas; han procurado tanto el bienestar de sus pacientes...
Han logrado tanto que me amedrentaría estar frente a cualquiera de ellos con tan pocas cosas para mostrar en los avances de “mi ciencia” –si fuera yo dietólogo o nutricionista–.
No sabría que responderles si me preguntaran por qué después de más de ciento veinte años de investigación todavía existen gordos en el mundo. Peor si la cuestión fuese sobre por qué ahora hay, en proporción, más gordos que hace un siglo; y saldría corriendo espantado, cobarde, cuando me comunicaran su insidiosa observación sobre que los gordos cada vez están más gordos a pesar de mi ciencia y mis esfuerzos.

Pero yo no soy ninguna de las dos cosas, por eso me siento muy tranquilo y poco comprometido cuando me encuentro con colegas de otras especialidades que han tirado el dogma por la ventana, y que se enfrentan al nuevo milenio con la frente alta, el intelecto en alza... Y la conciencia en paz (“Nosotros, pensarán -creo yo-, hemos cumplido con nuestro trabajo en estas épocas de grandes logros en que nos ha tocado vivir”). Qué orgullosos se sentirán... Y tienen razón de sentirse así.

Cuando atendí por primera vez a una paciente gorda, actué como hubiesen actuado todos: ella protestaba por haber llegado a esa condición, y yo la alentaba en su protesta.
Ella me comentaba que no tenía fe en verse delgada alguna vez, y yo le decía que si seguía mis consejos esta vez sí lo lograría ¡Con total y absoluta seguridad!
Había hecho ya muchas dietas, me contaba, y al dejarlas había vuelto al principio (aunque, me confesaba, “peor que al principio”) con la carga de culpas que cada retroceso le había impuesto... Y yo alimentaba ese sentimiento de culpa.

Por esas épocas me encontraba leyendo un curioso libro –muy atípico– que me había prestado un colega. Su autor era un ex–gordo que “había encontrado” una forma, que a mi se me antojaba extravagante, para su "autocuración", y como le había dado resultado, ahora comunicaba al mundo su fabuloso descubrimiento (años después me enteré de que su descubrimiento no fue más que encontrar en los anaqueles de una biblioteca un libro centenario que decía las cosas que él pretendía haber pergeñado -era la Dieta de Banting, que ya se usaba en 1863-).
El autor, que era norteamericano, pregonaba algo que (¿Quizá por lo antidogmático?) me atraía: decía que no son las calorías las que nos engordan, sino los hidratos de carbono. Basaba sus afirmaciones en algo que, después descubrí, es universal: sus propios logros (aunque años después me enteré de que al morir en un accidente estaba tan gordo como en sus peores momentos).

Yo soportaba un gran problema: nunca había estado gordo; nunca necesité hacer nada para adelgazar. Por eso mis argumentos debían cambiar de estilo para lograr convencer a mi paciente como, se suponía, el médico de marras convencía a los suyos. (En la actualidad no entiendo por qué me preocupaba tanto, al fin y al cabo los obstetras varones nunca han estado embarazados, y lo mismo saben muy bien qué cosas hacer.)

No recuerdo cómo encaré la primera charla, pero Emilia F. (mi primera paciente en estos menesteres del adelgazamiento) se fue convencida con una hojita manuscrita –que solo Dios sabe donde habrá ido a parar– en donde le anoté cuales eran las cosas que podía consumir, según rezaba el famoso colega estadounidense.
Cuando siete días después concurrió al primer control, nos asombramos los dos. Ella porque había bajado más de dos kilos “comiendo sin límites”. Yo, porque lo totalmente antioficial (“anticientífico”, pensaba entonces) había dado el resultado apetecido por ambos.
Y siguió adelgazando con el correr de las semanas.
Obviamente sus amigas comenzaron a consultarme, y a todas les di el mismo papelito (esta vez mimeografiado, no existían las fotocopias en esas épocas).
El éxito era espectacular: estaba orgulloso.
La cantidad de pacientes se centuplicó en muy breve tiempo, por lo que me vi en la necesidad de pedir ayuda a dos colegas amigos. Yo solo no podía manejar semejante cantidad de gente.
Sentía que había encontrado un tesoro: LA OPINIÓN DE ALGUIEN QUE DABA LA SOLUCIÓN DEFINITIVA A UN VIEJO PROBLEMA IRRESUELTO. Qué inocente es uno cuando es joven.
Pero cómo añoro ser joven e inocente.

Va a encontrar en estas notas cosas totalmente opuestas a su estructura mental.
Está usted estructurado de una manera, y yo trataré de desarmar esa estructura. Procuraré convencerlo de que hay otra mejor, más racional, más productiva, saludable, divertida, con más sentido común... Y que alejará sus culpas para siempre.

Expondré mis ideas bajo el tutelar mote de HIPÓTESIS (Esa palabra me suena muy tranquilizadora y me da más libertad de expresión.)
Léalas las veces que sean necesarias.
Si se convence con ellas, tengo fe en que el salir del laberinto de la obesidad que lo atormenta será algo factible o que quedarse en él por lo menos no ha de hacerlo sentir tan incómodo.
Si no lo consigo, creerá que no soy más que algún otro médico que quiere contribuir a la confusión general.

Anhelo que ocurra lo primero.

7 comentarios:

  1. Querido amigo:
    es una felicidad para mí tener de nuevo la oportunidad de leerte. No recuerdo cuándo ni por qué empezamos a escribirnos pero creo que con los años hemos construido una amistad fundada en mi interés de aprender y en tu vocación de divulgar tus conocimientos e ideas, perdón, hipótesis. Pues si, no recuerdo como fue que terminé en tu anterior blog pero si se que me sentí atrapado por tu don de escribir, tu sentido del humor y tu entrega en ayudar a los demás. Puedo afirmar que en mi opinión sigues siendo joven e inocente pero con mucha experiencia.
    Mis mejores de éxito.
    Gran abrazo que algún día viajaré a Rosario para dártelo en persona.
    Luis

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  2. Hola querido hermano uruguayo.
    Te doy doblemente las gracias por tus cariñosas palabras. Primero, porque es el primer comentario que recibo. Segundo, porque siendo tuyas siento que son UN BUEN AUGURIO, y eso me da muchas esperanzas de que sean miles los lectores del blog.
    Yo tampoco recuerdo cómo ni cuándo comenzamos a comunicarnos, pero creo que fue Eduardo Ferreyra quien tuvo algo que ver.
    Querido Luis, te dejo un enorme abrazo y, otra vez, gracias.

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  3. Querido Cesáreo:
    es cierto, Eduardo tuvo algo que ver. Como asiduo lector de su sitio una vez encontré una referencia a tu trabajo y así fue que nos conocimos por un artículo relacionado con el colesterol.

    Dicho sea de paso, hace poco encontré un artículo publicado en The Lancet.

    La conclusión es que

    High carbohydrate intake was associated with higher risk of total mortality, whereas total fat and individual types of fat were related to lower total mortality. Total fat and types of fat were not associated with cardiovascular disease, myocardial infarction, or cardiovascular disease mortality, whereas saturated fat had an inverse association with stroke. Global dietary guidelines should be reconsidered in light of these findings.
    El artículo está en
    https://www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736(17)32252-3/abstract
    ¿Qué opinas?
    Abrazo
    Luis


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    1. Ja... es cierto.
      ¿No te ocurre a veces pensar después de leer un artículo que un encumbrado grupo de una universidad famosa desarrolló una investigación y demuestra algo que en realidad ya lo sabíamos?
      Bien se que ya sostenías esta conclusión hace tiempo y por eso es que te empecé a leerte. Me fascinó tu explicación del colesterol como el sostén, prácticamente, de la vida. Ahora me pregunto... si aproximadamente el 75% del colesterol lo generamos en el hígado (y creo que algo en el cayado de la aorta ahora que recuerdo algo de mis estudios de bioquímica) entonces como puede ser que para bajar los niveles de colesterol, hasta donde se, te recetan una medicación que es un bloqueante de reacciones enzimáticas? ¿O estoy muy equivocado?
      Abrazo
      Luis

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  5. Hagamos una humilde traducción:
    La ingesta alta de carbohidratos se asoció con un mayor riesgo de mortalidad total, mientras que la grasa total y los tipos de grasa individuales se relacionaron con una menor mortalidad total. La grasa total y los tipos de grasa no se asociaron con enfermedad cardiovascular, infarto de miocardio o mortalidad por enfermedad cardiovascular, mientras que la grasa saturada tuvo una asociación inversa con el accidente cerebrovascular. Las directrices alimentarias mundiales deberían reconsiderarse a la luz de estos hallazgos.

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    1. Sigo dialogando contigo sobre estos temas fascinantes que en realidad no son más que reflexionar y pensar más allá de las barreras mentales, sociológicas, culturales y políticas con las que debemos lidiar cada momento. Espero no desviarte mucho del tema principal y que nuestra conversación sirva para continuar expandiendo horizontes.
      Recuerdo algo que leí en tu anterior blog que fue como una lección de lógica absoluta. Te referías a los accidentes cerebro vasculares. Decías que el cerebro es el único órgano que regula su presión sanguínea interna. Cuando ocurría un bloqueo de irrigación y las células comenzaban a ser afectadas el cerebro subía la presión. De alguna manera quien pasaba por esa experiencia podía quedar muy afectado o hasta morir. Pero para subir la presión en el cerebro lo tenía que hacer en todo el cuerpo y los médicos decían que el ataque se debía a eso, una subida de presión. No concluían que la subida de valores de presión sanguínea era la consecuencia, no la causa. Se lo expuesto a varios médicos con quienes tengo o he tenido algo de confianza y no lo piensan así. Sin embargo para mí es de una lógica absoluta.

      También les he planteado la cuestión del colesterol como un intento de generar un debate, al menos interesante. No he tenido éxito. Uno la menos respondió que The Lancet es de las más prestigiosas revistas científicas especializadas en medicina pero que igual había que continuar tomando estatinas para regular los niveles correctos.

      En fin, podríamos discutir el significado de niveles correctos pero sería, casi, desarrollar otro blog, no?

      Te envío otro sitio de alguien que también te copio, ja...
      http://www.drsharma.ca/ideological-conflicts-of-interest-worry-me-more-than-financial-conflicts
      Abrazo
      Luis

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