sábado, 19 de mayo de 2018

Segunda Hipótesis: LA GORDURA NO ES UNA ENFERMEDAD.

(Aquí descubrirá, con regocijo, que no está usted, o la persona que ama, enfermos de nada, sin importar la magnitud de su gordura)

Todas las enfermedades que conocemos tienen tres factores comunes.
Veamos los dos primeros:

.– Son desagradables.

.– Producen sufrimientos.

Muchas pasan desapercibidas durante largos años. Sus portadores ignoran que las padecen. Es más, sin estudios especiales (algunos extremadamente sofisticados) no se llegan a descubrir. Pero sus consecuencias a la larga harán, invariablemente, aparecer signos y síntomas que serán desagradables y harán sufrir a quienes las deban soportar.

El tercer factor en común es que

.– Todas ellas son tratadas por profesionales en el arte de curar.
(Médicos, cirujanos, psicólogos, odontólogos, fisiatras, nutricionistas...)

Cuando uno se sienta a meditar sobre la gordura, la ilación de ideas no tiene más camino que terminar en esos tres asertos: es desagradable, hace sufrir a sus portadores y es tratada por profesionales del arte de curar.

La deducción es predecible: “LA GORDURA ES UNA ENFERMEDAD”

Me gustaría, para llevar mejor el razonamiento y llegar a la conclusión que pretendo en esta segunda hipótesis, que aceptemos, en principio, que lo es en realidad.
Vamos paso por paso.

1.– “La gordura es desagradable”
En estos tiempos del nuevo milenio, obviamente es desagradable. Por lo menos en nuestra cultura occidental.
En otras épocas o en otras culturas, no lo ha sido o es para nada.
Antiguamente la gordura era signo de salud y opulencia
En la era preantibiótica, a modo de ejemplo, las enfermedades infecciosas crónicas (tomemos como modelos a la tuberculosis y a la sífilis, por nombrar las más expandidas y temidas entonces) terminaban con sus portadores enflaquecidos hasta extremos horripilantes. Otra característica muy importante de destacar era la de su transmisión por convivencia.
Era común que quien compartiera su vida con un tuberculoso se transformara, a su vez, en tuberculoso. La sífilis es de transmisión sexual por lo que el que cohabitara con un sifilítico tenía muchas chances de contraer el padecimiento.
Por eso casi todo el mundo trataba de evitar vivir junto a esos enfermos. Se los aislaba, se los discriminaba. Era un modo cruel, pero comprensible para esas épocas, de defender la conservación propia y de la especie.

Un problema estrictamente médico, se tornaba, por el método de la prueba y el error, en un cambio de hábitos culturales. Cambio de hábitos que, forzosamente, debía traer como consecuencia una legión de “víctimas inocentes”: las personas genéticamente delgadas a perpetuidad –me refiero a aquellos con genética incapacidad para acumular grasas–.
Ellos, “los flacos”, eran sospechados de ser enfermos contagiosos, por lo que se los discriminaba tanto como a los portadores legítimos de esas “lacras”.

La madre de una muchacha de principios del siglo XX hacía lo imposible para engordar a su niña.
La gordura era la antítesis de la enfermedad.
La antítesis de enfermedad es salud.
Ergo: la gordura era salud.

El parecer estético también estaba condicionado por todo este fenómeno: una mujer longilínea era, por definición, delgada, pero a la vista de todos, “flaca”. Y si flaca: sospechosa. Luego, no era apetecible a los ojos del varón. Y si su figura no apetecía, no era estéticamente agraciada.
Los hombres gustaban de las mujeres gordas, pulposas… Sanas, para que no los “contagien”; para que puedan vivir lo suficiente, y con la vitalidad necesaria, como para engendrar muchos hijos y asegurar la continuidad de la raza humana.
Ellas los preferían de cuerpos musculosos y llenos de vigor por el mismo motivo. Y si su naturaleza o sus actividades sedentarias les impedían lucir físicos así, el exceso de grasas de la gordura podía disimular tales carencias.

Mucho antes, en el renacimiento, la opulencia corporal era, a su vez, signo de poder económico y elegancia mayúsculos.
En esas épocas las enfermedades también consumían a sus portadores.
También por esos tiempos se trataba de engordar a los jóvenes de ambos sexos. Pero en esos años los alimentos que permitían engordar (más adelante trataremos el tema más puntualmente) eran muy caros, y por lo tanto vedados a los estratos sociales medios y bajos, que eran, como ahora, la inmensa mayoría. Solo los muy escasos ricos podían consumir productos que “proporcionaban salud” (gordura): harinas refinadas, azúcar, frutas en abundancia, dulces y miel.
Los retratistas de entonces, los que nos han legado las imágenes de aquellas modas y costumbres, eran profesionales que sobrevivían vendiendo el producto de su arte, y los que podían pagarlos eran los pertenecientes a las clases adineradas, los mismos que podían proveerse de los carísimos alimentos engordantes. Es por eso que las imágenes que heredamos son las de personas robustas, y generalmente más que robustas.
Los estratos mayoritarios de todas las sociedades se sustentaban, aunque muchas veces escasamente, con alimentos de muy buena calidad: carnes, lácteos, huevos y vegetales, de los que hasta podían autoabastecerse, pero que no podían engordarlos.
Ellos, los de escasos recursos, tenían las más de las veces el aspecto de "pobres flacos enfermos".
Los ricos padecían las mismas enfermedades que los pobres, pero les era más fácil disimularlo durante mucho tiempo, por lo que aún enfermos podían mantener una “imagen saludable”.

En el aquí y el ahora, como dicen los psicólogos, hay atavismos de esas viejas culturas. Existen comunidades en donde la opulencia femenina es sinónimo de hermosura. En esos lugares a las mujeres ni se les ocurre “ponerse a dieta” para tener el cuerpo de las modelos de tapa. En todo el orbe, la “saludable” gordura de los bebes es mostrada con orgullo por sus padres y abuelos.

2.– “La gordura produce sufrimientos”
Esto “parece cierto”. Los gordos “sufren” su gordura (todos los encomillados tendrán su explicación más adelante, y se verá que son absolutamente necesarios). Ahora es a ellos a quienes se los discrimina y aísla.
Se creen minusvalidados para un gran número de cosas: no pueden vestir a la usanza; se sienten impedidos de mostrarse semidesnudos en donde la gente se muestra así (gimnasios, playas...); ni siquiera pueden, algunos, concurrir a cines y teatros, o viajar en aviones porque no entran en las butacas; un gran número de ellos sienten que tienen vedado el acercamiento romántico a las personas del sexo opuesto que les atraen. Deben, tantísimas veces, quedarse con una pareja que no les apetece, porque es la única que han podido conseguir para evitar la condena de seguir el resto de su vida solos. Están convencidos de que han perdido la capacidad de elegir, y eso creo que es una de las consecuencias más graves. Se autorreprimen socialmente, tienen vergüenza de que se los vea en “ese estado”. Se sienten obligados a complacer a quienes ocasionalmente los acompañen, mostrándose elocuentes y de excelente humor (aunque sus almas estén desgarradas por algún desgraciado devenir de su existencia), a realizar el agotador esfuerzo de vivir perpetuamente “sonriendo para la foto” de una vida que, quizá por muchas razones, les impida posar espontáneamente felices.

Terminaré este párrafo con una paradoja que, pretendo, lo deje intrigado, y que trataremos de razonar oportunamente:

SI LA GORDURA NO PRODUJERA TODOS ESTOS PADECERES, ES MUY SEGURO QUE NO HABRÍA TANTOS GORDOS.

3.– “La gordura es tratada por profesionales del arte de curar”.
Es lógico que las cosas sucedan así. Es un padecimiento humano, y somos nosotros los que hemos sido entrenados para tratar los padecimientos humanos.
La historia es bastante afín con la de los demás problemas del cuerpo.
Cuando los gordos –allá por fines del siglo XIX– fueron tan numerosos como para llamar la atención y despertar el interés de los científicos, muchos de ellos comenzaron a dedicarse a tratar de resolver el nuevo conflicto de sus sufrientes congéneres.
Así como en los principios había en los hospitales “salas de febriles”, seguramente se inauguraron “salas de gordos”.
Mas como el número de gordos aumentaba en mayor proporción que el de febriles, a alguien ha de habérsele ocurrido la progresista idea de establecer “sanatorios exclusivos para la recuperación de pacientes gordos”, cosa que, obviamente, fue muy rentable para sus mentores, ya que la idea aún tiene auge, y el planeta está abarrotado de lugares destinados a esos fines.
Otros, menos institucionalistas, comenzaron a tratarlos en forma ambulatoria: seguramente eran muchísimos los que estando gordos no justificaban una internación.

Los encargados de tratar a esos pacientes comenzaron profundas investigaciones sobre las características y particularidades de la nutrición humana, y como desde el principio se sospechó que algunos de esos “disturbios de la salud” eran el resultado de desarreglos metabólicos (dividieron a la obesidad en exógena -la que se produce por trastornos alimentarios- y la endógena -la que, seguramente, era causada por enfermedades o disturbios internos-), fueron los endocrinólogos los encomendados a encontrar soluciones al problema. Fue así como los especialistas en Endocrinología, Metabolismo y Nutrición, comenzaron a hacerse cargo, oficialmente, de una cada vez más inmensa multitud de sufridos “pacientes”.

Muchas décadas han pasado desde entonces, y a ese respecto nada se ha modificado (y cuando digo nada, quiero decir justamente eso: nada). Siguen, hoy en día, los Especialistas en Endocrinología, Metabolismo y Nutrición siendo los oficialmente comisionados para el tratamiento de la obesidad, y generalmente los gordos los eligen como los profesionales indicados para su primera consulta.
Y ellos, ateniéndose al dogma de sus orígenes, siguen tratándolos tal cual como lo hacían los colegas de las generaciones que les precedieron, sin que pueda adivinarse en casi ninguno alguna actitud escéptica que los acerque a los principios fundamentales de la ciencia. Repiten, casi todos, exactamente lo mismo que les enseñaron sus “progenitores”.

Pero como el problema aún no tiene atisbo de solución, los pacientes gordos (“pacientes” debe leerse aquí como adjetivo) buscan otros caminos.
Y como ahora están de moda las “Medicinas Alternativas”, ellos recurren quienes las practican: acupuntores, seudohomeópatas, naturistas, aromoterapistas... Por lo que estos comenzaron a intervenir (al principio discretamente, pero ahora en la forma más descarada) en el “lucrativo negocio de curar a los gordos”

Contrariando a la Medicina Oficial; a la opinión de los médicos alópatas diplomados; a los autodiplomados seudohomeópatas, a los acupuntores y a todos los otros, uno tiene una postura radicalmente opuesta, una hipótesis muy temeraria, que tratará de defender con todos los argumentos de los que disponga:

LA GORDURA NO ES UNA ENFERMEDAD.

La gordura no es más que un proceso fisiológico y normal.

Naturalmente hay una mayor predisposición genética en unos que en otros para acumular más o menos grasas ante la misma cuota alimentaria (esa es la causa primordial para que algunos tengan más conflictos que otros).

La grasa –la gordura no es más que portar un  exceso de ella– es un tejido muy especial, creado para resolver el problema de guardar energía para cuando falte.
El fin teleológico del tejido graso (la teleología es la doctrina de las causas finales, o de adaptación a propósitos definidos) es que quien posea una abundante cantidad de tejido adiposo, si no tuviese nada para alimentarse durante un tiempo más o menos prolongado, en sus grasas encontrará la energía necesaria que le permita tener fuerzas suficientes como para ir a buscar los alimentos indispensables para su subsistencia (cazar, recolectar... Quizá hasta luchar por ellos).
Es otro mecanismo de defensa más conque nos ha dotado natura, esta vez para adaptarnos a vivir en un mundo en donde la posibilidad de conseguir alimentos pueda llegar a ser incierta. Un león que no acumulara la suficiente cantidad de grasa cuando consigue una buena presa, no podría sobrevivir si la caza se le dificultara. No tendría fuerzas suficientes para perseguir a un animal y alimentarse de él después de muchos días de inanición. El tejido adiposo acumulado gracias al último gran banquete le dará la vitalidad suficiente como para lograr una próxima comida aún muchos días después. La perpetuación de su especie está asegurada gracias a ese manto protector de la adiposidad que su generoso organismo ha acumulado en los tiempos de bonanza.

Sostener que la gordura es una enfermedad equivale a tomar como algo patológico el tener muchos anticuerpos o demasiada fuerza muscular o muchísimo ingenio y capacidad de adaptación para sortear situaciones de riesgo…
Por todo esto, la gordura, aún desagradando, produciendo sufrimientos a quienes la lleven y siendo tratada por profesionales especializados en el tema, está muy lejos de poder ser considerada una enfermedad.

La gordura es, tan solo, un conflicto, y como conflicto debe ser abordada.
Estoy absolutamente convencido de que esta confusión (enfermedad vs. conflicto) es la causa de los fracasos en los intentos por “vencerla”.

Si realmente fuese una enfermedad, ya los médicos nos hubiésemos puesto de acuerdo en como curarla. Ya hubiésemos encontrado, aunque más no fuese, una manera de aliviarla, o, por lo menos, de detener su geométrica expansión.
Estamos enfrentados, en la mayoría de nuestras consultas, a un sinnúmero de conflictos que son mucho más difíciles de resolver que las enfermedades clasificadas. La gordura no es más que uno de esos complejos conflictos. El considerarla una enfermedad nos hace la vida más fácil; el transcurrir de nuestra profesión más simple y llevadero. (Aún no es el momento de usar como argumento lo lucrativo que significa considerarla enfermedad. Dejemos eso para más adelante.)

El día en que todos los médicos convengamos en que la gordura no es una enfermedad sino, tan solo, uno más de los conflictos humanos, recién entonces comenzaremos a transitar con esperanzas el correcto camino de su solución.

El encarar el modo de resolver lo que para sus portadores no es más que un conflicto (muchas veces un formidable conflicto), requiere de elucubraciones más filosóficas que anatomopatológicas y terapéuticas. He aquí la causa de nuestras divergencias, de nuestras, casi siempre, antipódicas posturas con respecto a qué hacer ante la consulta de un paciente gordo, de alguien que quiere despojarse del “motivo de sus desdichas”, que quiere, a cualquier precio, eliminar “la causa de sus tormentos”. (Pido nuevamente perdón por el uso aparentemente abusivo de los encomillados, pero ya se verá que tienen su explicación.)

Habrá notado el lector que algunos renglones más arriba hablo de pacientes gordos.
Esa expresión parece un contrasentido: por un lado sostengo que la gordura no es una enfermedad, y por el otro a sus portadores los llamo “pacientes”. Es cierto, pero es a causa de los extraños vericuetos de la gramática. A quienes me consultan los llamo pacientes, pero no porque padezcan nada, sino por la paciencia que han de tener para llegar a lo que anhelan –o para que pueda convencerlos de que lo que anhelan muchas veces no es lo que a sus espíritus les conviene si no consiguen, primero, calmar las pasiones de sus almas–. Para que consigan irse a vivir al país de los delgados, no como siempre han hecho: ir a dar un paseo a ese país, sabiendo al comenzar el viaje que ya tienen el boleto de regreso asegurado.

Como consecuencia de todo lo anterior, el adelgazamiento también ha de ser el resultado de un proceso fisiológico (que más adelante explicaré en detalle), jamás el producto de un razonamiento terapéutico.
Ayudar a un gordo a transformarse en delgado no es curarlo de nada, sino  tan solo  convencerlo  de que  un cambio en su estado –aunque más no sea un pequeño cambio– no ha de traerle más que un gran número de enormes beneficios, aunque a su inconsciente le cueste creerlo y se resista desesperadamente al cambio.

Los médicos no debemos enfrentarnos a ellos con la premisa que tenemos incorporada en nuestra estructura mental: curarlos. Porque es una verdad absoluta el hecho que para curarse lo primero es estar enfermo, y espero haberlo convencido de que la gordura no es una enfermedad (la machacosa reiteración de esta sentencia es adrede). Si aún no lo he logrado, le ruego lea este capítulo varias veces más. Estoy seguro de que habrá de convencerse.

Tal como en los embarazos, o en el crecimiento de los niños, motivos por los que ha pesar de no ser enfermedades lo mismo nos consultan, nuestra misión ha de ser, simplemente:

* Aconsejar sanos hábitos.
* Controlar sus progresos.
* Contener sus impaciencias.
* Disipar sus dudas.
* Interpretar sus miedos.
* Entender sus conflictos.
* Disculpar sus transgresiones.
* Consolar sus sentimientos de culpa.
* Estimular sus conductas saludables.
* Aplaudir sus esfuerzos. 

Es obvio que para todo esto no debe ser utilizado ningún tipo de medicamento. Este concepto es realmente muy importante y debe ser escrito en forma destacada.

JAMAS DEBE SER UTILIZADO NINGÚN MEDICAMENTO, NI NADA QUE SE LE PAREZCA, PARA TRATAR LA GORDURA.

Y cuando digo medicamento no solo me refiero a los fármacos y pócimas que  muchos de  los “especialistas en el tema” prescriben a diestra y siniestra, con la conciencia limpia por pensar que están actuando como la medicina acostumbra, sino también a la manía que tienen muchos de nuestros colegas de utilizar los alimentos como si fuesen remedios. El remanido consejo consuma tantos gramos de esto o aquello, en tal o cual momento, o cada tantas horas no es más que la paráfrasis de la cotidiana prescripción farmacológica:
para esta enfermedad estos medicamentos, en estas dosis y con estas frecuencias–.
   Si está usted gordo, no importa cuánto, no está enfermo de nada. Tenga valor y huya despavorido de quien quiera convencerlo de eso. Es más cómodo y tentador, lo reconozco, el dejarse someter a los efectos de alguna “maravillosa receta sanadora” que realizar un siempre formidable esfuerzo personal. Y cuando me refiero a esfuerzo no hablo solo del que deberá realizar cada vez que alguien lo “obligue” a someterse a un régimen alimentario estrictísimo mientras sigue rodeado de gente que no está "a dieta", de personas que comen libremente delante de sus narices; o al de soportar, estoicamente, los terribles efectos secundarios de los medicamentos o cirugías que pudiesen aconsejársele “para ayudarlo” en la empresa; o al sufrimiento que han de producirle las furibundas depresiones que lo asaltarán cada vez que abandone un intento y retroceda al punto de partida (o, peor, mucho más allá de él), sino al más farragoso: al de tratar de bucear en su interior para intentar encontrar las causas ocultas que, inconscientemente, lo han llevado al estado por el que cree necesario pedir ayuda a algún profesional,  de lo que ya hablaremos con más precisiones a su tiempo.

Es seguro que ya ha tenido varias experiencias que no han hecho más que frustrarlo.
Espero que al terminar de leer este blog decida firmemente que su última experiencia frustrante fue, realmente, la última.

1 comentario:

  1. Hola, Cesáreo.
    No solo es instructivo sino que planteas tus hipótesis de manera clara, lógica y entretenida de leer. ¿Si te digo que me divierto leyéndote es poco serio? Ja...

    Mucho me temo que, por extensión, no solo la gordura se ha convertido en un gran negocio.
    Abrazo

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